lunes, 1 de junio de 2015

Número cero, de Umberto Eco:


ALERTA SOBRE CIERTO PERIODISMO


Por Juan José García Posada

Número cero, de Umberto Eco, es una novela entretenida, sencilla en su estructura, intrigante después de que se leen con moderado entusiasmo las primeras cuarenta páginas, próxima al carácter detectivesco e inquisitivo que marcó el destino de El nombre de la rosa, y al mismo tiempo sindicadora de un conjunto de perversiones y fallas éticas del periodismo.

Las reuniones que efectúa un incipiente equipo de redacción se orientan a la tarea de planear la edición cero, de prueba, del periódico Domani, cuyo jefe de redacción es un tal Colonna, un individuo que deja el oficio de documentalista para dedicarse a la actividad periodística. Sin que aparezca en escena, se menciona con frecuencia al mentor y patrocinador máximo de la publicación, el Commendatore Vimercati, como si fuera el que mueve desde las sombras los hilos del poder y de cuyos propóstos e intenciones serían ejecutores el director, el jefe de reacción y los redactores.

En las reuniones participan el opaco pero malicioso director Simei, el mencionado Colonna y seis redactores de  tendencias muy diversas, que pasan por el sensacionalismo y la frivolidad y llegan hasta el idealismo de Maia, la única mujer de la redacción y al final la pareja de Colonna.

Las reuniones preparatorias se desarrollan en unas oficinas cómodas de Milán y los organizadores de la edición número cero procuran la elaboración de una agenda en la cual incluyen los temas habituales y cuestiones escandalosas como los secretos de la Cïa, la curiosidad por las intimidades del Vaticano y las circunstancias que antecedieron, rodearon y sucedieron la muerte del duce y líder fascista italiano Benito Mussolini.

Es una novela en la cual toca leer algunos pasajes de extraña monotonía. Todo un capítulo se lo dedica Eco a la relación que uno de los redactores, el lenguaraz Bragadoccio, hace de marcas y características de automóviles. Esta parte es de una lentitud insoportable. Contrasta con la agilidad con que discurre en general el relato y con la vivacidad y la agudeza de los diálogos, en los cuales Umberto Eco parece como si hubiera pretendido incorporar una gran síntesis de lo que no debe hacerse, desde el punto de vista ético, en el periodismo: Cada propuesta más o menos seria y pertinente de alguno de los redactores resulta cuestionada porque podría contradecir  al Commendatore.

En Número cero hay alusiones a los celos entre docentes en la vida universitaria, escenas de la vida en las aulas, definiciones de lo que es un perdedor (como se dice que era Colonna, ejemplos de temas que serían utilizados por el Commendatore Vimercati para extorsionar o chantajear a diversos personajes con la amenaza de la edición Número cero, enunciado de las características que podrían distinguir un periódico y algunas reflexiones sobre la mentira y la sospecha. Se insiste en la separación entre los hechos y las opiniones y ese principio tradicional del periodismo y se lee una parodia risible sobre el manejo de los desmentidos, con una carta en la cual un tal Preciso Desmentidillo quiere rectificar una información falsa sobre los Idus de marzo y el asesinato de Julio César.

Hay otros momentos de humor, como el del juego casi pueril de los porqués, parecido al de los chistes sobre los elefantes. La ilusión y el desencanto de la periodista Maia surgen y se ocultan con alternancia en cada sesión del equipo de redacción, cuando propone temas que no resultan aceptados puesto que afectarían las relaciones con el Commendatore, es decir el poder oculto del periódico, que puede ser como el lector quiera imaginárselo. Los episodios referentes a la fuga y la presunta muerte o la presunta huida de Mussolini a la Argentina (una leyenda que Eco retoma en esta novela) van redondeando la narración y concentrándola en una cuestión central, hasta cuando el dicharachero Bragadoccio aparece muerto en una calle tenebrosa, quizás porque sabía demasiado y hablaba demasiado. Este asesinato es un misterio, que acaba por frustrar el proceso de creación del periódico y por hacer salir a sus organizadores hacia distintos escondites, como el de Colonna y Maia en un refugio rural.

Esta novela (publicada por Editorial Lumen en este año) entraña una crítica severa de Eco al antiperiodismo y una declaración de desencanto con la realidad actual, no sólo en Italia sino en el mundo, muy en especial por la propagación de la corrupción, la mentira y el engaño. Al mismo tiempo representa una renovada advertencia sobre el poder inexorable del periodismo, para el bien o para el mal, pero, al fin y al cabo, un poder que puede ayudar a construir o a destruir.

Casi un punto de vista recurrente es este, que puede leerse en el libro: “El caso es que los periódicos no están hechos para difundir sino para encubrir noticias. Sucede el hecho X, no puedes obviarlo, pero, como pone en apuros a demasiada gente, en ese mismo número te marcas unos titulones que le ponen a uno los pelos de punta: madre degüella a sus cuatro hijos, quizá nuestros ahorros acaben en cenizas, se descubre una carta de insultos de Garibaldi a Nino Bixio y, hala, tu noticia se ahoga en el gran mar de la información”. El escándalo de ayer queda tapado por el de hoy, el de hoy por el de mañana y así en forma sucesiva, podría concluirse.

Esta novela de Umberto Eco no es lo máximo que haya escrito el lúcido ensayista y escritor. Ni riesgos de compararla con El nombre de la rosa. Pero tiene el mérito de llamar la atención sobre una de las cuestiones esenciales de la agenda de discusiones en cualquier sociedad: El deber ser ético del periodismo y los medios de comunicaciones, sus alcances y limitaciones, el poder de un periódico, así ni siquiera haya alcanzado a salir a circulación la edición Número cero. Para los debates académicos, mediáticos y gremiales sobre el Periodismo, esta novela es un dinamizador de primer orden. Por esas razones quiero compartir su lectura hoy en el Coloquio de los Libros.


(Leído en el Coloquio de los Libros, por Radio Bolivariana, el sábado 30 de mayo de 2015).


jueves, 16 de abril de 2015

Filosofía del Periodismo

LA INTEGRALIIDAD COMO HAMACA


Comentarios sobre la involución filosófica de la cultura profesional del Periodismo. Propuesta de recuperación de las discusiones sobre la identidad teórica y científica de la profesión. De cómo el logro de la integralidad en el plan de estudios puede convertirse en una instancia cómoda y estéril. A propósito de la exposición del profesor Nikolaos Chalavazys en la Comunidad Académica de la Facultad, el lunes 13 de abril.

Por Juan José García Posada

Hubo un momento en el discurrir de la visión del Periodismo desde la Universidad en el que se acentuó la preocupación por consolidar una cultura profesional coherente. En la Facultad no sólo no fuimos ajenos a esa corriente sino que dedicamos buena parte de nuestras deliberaciones en la comunidad docente del área a la elaboración de un proyecto mediante el cual se establecieran con claridad las bases filosóficas y metodológicas y la asunción del manejo de las tecnologías, como las tres columnas de esa cultura profesional.

Cito, en particular, el trabajo que emprendimos en el decenio de los noventa desde el Centro de Altos Estudios de Periodismo, Caep. La tarea adelantada produjo resultados tan significativos como la colección de Cuadernos del Caep (en la cual divulgamos reflexiones efectuadas en diversos encuentros sobre la misión del Periodismo en una ciudad conflictiva como la nuestra), los libros de Nueva Historia Periodística (contentivo de la tesis sobre la naturaleza histórica y literaria del Periodismo) y La dimensión hermenéutica del Periodismo y el primer proyecto de posgrado del país para Especialización en Periodismo Electrónico, originado en el Caep y luego a partir del Grupo de Investigación en Periodismo. La Especialización se creó al comenzar el Siglo Veintiuno.

En la Facultad y en el espectro de la formación periodística salíamos entonces del deslumbramiento de la investigación detectivesca y de denuncia consagrada en el Washington Post y el escándalo Watergate, dejábamos un poco atrás las tendencias del Nuevo Periodismo (alentadas en especial por escritores estadinenses como Tom Wolfe y profesores de la respetabilidad de Neale Copple y su Nuevo Concepto del Periodismo) y mandábamos también al sanalejo de nuestra historia particular las digresiones del alemán Otto Groth sobre el La Ciencia Periodística Pura, reunidas en el libro traducido por el profesor español Ángel Faus Belau.

Quiero decir que la reflexión filosófica fue pasando no tanto al olvido como a la condición de disciplina demodé. Si bien es cierto que ha mantenido alguna vigencia la discusión sobre la ética profesional y la deontología, no lo es menos que las cuestiones del porqué y el paraqué del Periodismo han venido siendo minimizadas hasta un extremo tal que tienen prevalencia las preguntas por el cómo, por la metodología y por el uso de las tecnologías. Y en este aspecto es innegable que los avances han sido notorios. Se ha decantado el método de trabajo en la indagación y elaboración de contenidos, se han ajustado las retóricas o los lenguajes de acuerdo con las condiciones de cada medio periodístico y se han generado innovaciones acordes con las novísimas plataformas informáticas, de tal modo que ya no son exóticos ni ajenos los conceptos y las prácticas de convergencia, multimedialidad, polimedialidad y transmedia.

Pero la argumentación por el Periodismo, el fondo dialéctico del problema, las preguntas por la razón de ser, la naturaleza y las finalidades de la profesión son asuntos relegados a un plano secundario. Hoy en día parece casi irrelevante enfatizar en la hermenéutica, en la vocación histórica e incluso en la estética literaria como dimensiones esenciales del Periodismo. Y es obvio que esa subestimación de los elementos principales de la cultura profesional está determinada por presiones externas, por las demandas del mercado, por la competividad mediática, en fin, por tantas fuerzas que gravitan de modo apabullante sobre la profesión. El reconocimiento de estas realidades, de estas amenazas patentes, no tiene por qué ser motivo o pretexto para que los llamados a ampliar las fronteras epistemológicas de la cultura profesional eludamos nuestra misión capital, como profesores y formadores de colegas que deben salir al mundo de la vida blindados para resistir con coraje y entereza de carácter las arremetidas externas. Uno de nuestros deberes primordiales, deberes de ética docente y universitaria, consiste en sostener la búsqueda de sentido que nos compete como garantes de la pervivencia de la misión periodística y de su valoración justa en la sociedad actual.

Hace unos diez años decidí, por mi cuenta y riesgo, matricularme en la Especialización en Ética, luego en la Maestría y después en el Doctorado en Filosofía en la propia Universidad. Ya había realizado mi propedéutica particular con la realización de mi texto de hermenéutica del Periodismo, pero me sentía con derecho a mejorar mi educación. Al principio quise atender la sugerencia de un directivo para usufructuar las garantías que podría obtener del Acuerdo 206. Ni siquiera intenté acoger esa recomendación, al comprobar el desdén con que se observó mi interés en adelantar estudios de posgrado. Y los terminé con la aprobación de todos los cursos correspondientes a la escolaridad, e incluso con superávit de créditos, como puede verificarse al revisar mis calificaciones en el Sigaa. Tengo la convicción de que no perdí mi tiempo, ni mi dedicación ni el esfuerzo económico. Pero sí me desalentó el comentario público hecho por una alta funcionaria en una mañana de reunión del Foro de la Escuela, cuando dijo, en estos términos exactos: “Yo no sé Juan José por qué hizo un Doctorado en Filosofía. ¿Para qué le sirve la Filosofía al Periodismo?”. Por supuesto que me quedé perplejo, no sólo por el irrespeto ante mis pares, sino también por la manifiesta ignorancia de la persona aludida. Sólo atiné a replicarle: “Parece que no le sirve para nada”.

De ninguna manera quiero que se interprete la referencia a esa anécdota como la representación de una actitud generalizada. No. Era muy particular e individualizada. Pero sí refleja de algún modo una cierta tendencia, que ha seguido ensanchándose, por desgracia, a reducir el Periodismo, su cultura profesional y, sobre todo, su fundamentación filosófica, a una categoría subalterna. La percepción de este problema me causa intriga. Y no es una presunción caprichosa ni gratuita. Se acentúa al observar una cierta desvalorización del Periodismo en el entorno social y, valga recordarlo, en el campo jurídico. La sola recordación del fallo de la Corte Constitucional que a fines de los noventa del siglo pasado eliminó la condición de disciplina profesional autónoma y digna de garantías para el Periodismo (contra el mandato constitucional, contra el derecho consuetudinario, contra la tradición y contra las evidencias históricas) ha incidido en la creación de un clima adverso a nuestra profesión. “Periodista ya puede ser cualquiera”, fue la conclusión que sacamos en la Facultad y en el ámbito gremial cuando conocimos aquella malhadada providencia del más alto tribunal constitucional del Estado colombiano. Todo pasó y nada pasó. No fuimos capaces ni en las facultades, ni en las organizaciones gremiales, de controvertir semejante decisión judicial, así tuviéramos la convicción de que era esperpéntica. Y en no pocos medios periodísticos se abrieron entonces las puertas para que ingresaran en las salas de redacción no pocos individuos que proclamaban y siguen proclamando airosos su impostura y su ejercicio de una profesión como advenedizos. De tiempo atrás he lamentado que en el propio entorno de nuestra Facultad a veces queda la sensación de que se muestra una extraña conformidad con esa desconceptuación del Periodismo como profesión porque se le declaró inexequible. Si no tuviera tanta confianza en que la inmensa mayoría de los colegas profesores no comparte esa actitud dañina, no estaría expresando ahora estas razones.

Sí debo declarar, apoyado en la observación y la experiencia, que la ausencia de reflexiones y discusiones sobre la naturaleza filosófica, histórica y literaria del Periodismo, es decir sobre la primera de las tres columnas de la cultura profesional, no sólo se origina en factores externos como los enunciados, sino también y muy en especial, en la comodidad y la complacencia con que hemos aceptado el desplazamiento de esa responsabilidad discursiva al área de Fundamentación y a los investigadores. Durante los meses de elaboración del proyecto de Transformación Curricular replanteé desde la coordinación del área la propuesta de retomar el tema de la Filosofía del Periodismo. Fue escasa la aceptación que recibí. Aunque en el documento pertinente se enfatiza en el tema, es notorio el énfasis en las otras dos columnas, las correspondientes a la metodología y el manejo de las tecnologías, con la incorporación de temas innovadores como la convergencia y la multimedialidad, que de verdad marcaron avances importantes en la orientación de la formación profesional y del pensum, pero dejaron a un lado lo esencial de la deliberación y del proyecto. El año pasado, cuando nos alistábamos para la acreditación internacional por la SIP, escribí un texto que acompaño en archivo anexo.

La bienvenida invención de la integralidad, que hemos venido desarrollando durante largas discusiones y en varias reformas curriculares, y que ha señalado hacia afuera una distinción de la Facultad entre todas las demás y una evidente ventaja comparativa, en cambio para nuestro entorno propio, para nuestras relaciones si se quiere domésticas y rutinarias, se ha convertido en una suerte de instancia cómoda y estéril, en una hamaca en la que descansamos de las fatigas académicas, en primer término de la ardua discusión sobre la Filosofía de la cultura profesional. A mi modo de ver y comprender, hemos llegado a aceptar que la integralidad nos exonera del deber ético de problematizar acerca de lo que sabemos y enseñamos, del porqué del saber y el hacer en el Periodismo. Como si al concentrarnos en la metodología y el manejo de las tecnologías cumpliéramos con suficiencia nuestros deberes.

Es preciso, entonces, que recobremos el hilo de las discusiones en el campo específico de la Filosofía del Periodismo. La integralidad es una cualidad de la Facultad. Debemos fortalecerla con el trabajo teórico, para que no acabe por convertirse en esa cómoda hamaca de la que he hablado. Es una sugerencia respetuosa y afable que dirijo primero a los profesores del Área de Periodismo, a la Comunidad Académica, el Comité de Currículo y la Dirección de la Facultad y que ojalá merezca la acogida de ustedes.

Muchas gracias por leer este escrito. No hablo de la paciencia que hayan podido tener, porque es consustancial a nuestra condición de profesores.
16 de abril de 2015.






miércoles, 8 de abril de 2015

DECIR Y EXPLICAR EL CINE

Por Juan José García Posada

En la presentación del libro Palabras de cine, compilado por la comunicadora y profesora Adriana Mora Arango y escrito por alumnos de Imagen en la Facultad de Comunicación Social Periodismo de la UPB. Duodécimo Festival del Libro y la Palabra de la Universidad. Martes 7 de abril de 2015.

Decir el cine, analizarlo y explicarlo con palabras, así podría comprenderse el sentido del título de este libro, Palabras de cine, que publican la Editorial y la Facultad de Comunicación en su Colección Mensajes. El estudio y la afición al cine han sido inherentes a nuestra formación de comunicadores periodistas. El interés en realizar contenidos que representen la vida y ayuden a la gente a interpretarla, que narren la realidad en su multiplicidad de facetas y faciliten el descubrimiento del porqué de lo que pasa y nos pasa, tiene en el cine una suerte de disciplina acompañante.

La visión panorámica y en perspectiva del periodismo sería incompleta sin el respaldo del arte cinematográfico. La buena comunicación y el buen periodismo encuentran en el cine un saber y un hacer inseparables. Cuando se identifican y evalúan las competencias del comunicador es preciso incluir en esa disposición vocacional no sólo el lenguaje para el buen decir, el buen leer y el buen escribir y la orientación investigativa para llegar al fondo de los hechos, sino también el cine y los recursos audiovisuales para utilizar las formas expresivas que aproximen a la exposición realista de los sucesos, a la creación de imágenes y escenarios apropiados y, muy en especial, al tratamiento humano de los fenómenos históricos del individuo y la sociedad.

Este criterio humanista sobresale en los textos que han escrito los estudiantes de Imagen con la colega y experta en cine Adriana Mora Arango, quien asumió la tarea de compilar esta obra que hoy presentamos en el duodécimo Festival del Libro y la Palabra de la UPB. Evidenciar los significados más sutiles de la obra fílmica para interpretarlos y elaborar textos personales dotados de sentido crítico es un objetivo que se aprecia en cada uno de los artículos. La profesora ha escogido un método que distinguió la acreditada revista Cahiers du Cinemá en el decenio de los cincuenta. Esa publicación y otras que la han prolongado aplicaron tesis y método de la hermenéutica, hasta hacer, como dice Adriana, “una lectura del cine desde las posibilidades ontológicas de su propio lenguaje, para encontrar en él, no sólo sus aspectos poéticos, sino también una reflexión sobre la condición humana”.

La condición humana, justificación de la razón de ser de la comunicación y el periodismo, tan llevada y traída y muchas veces tan reducida a la mínima expresión en nombre de la actualidad y en medio del pandemónium de las noticias, la ha mantenido vigente el cine clásico en las finalidades teóricas, éticas y metodológicas.

Esa resistencia humanista del buen cine es la que nos aporta a los periodistas unos elementos valiosos para la realización de nuestros deberes y funciones. Leer este libro es, entonces, volver a aprender del cine como representación de la vida, de las grandezas y miserias y, en fin, de la condición humana en su pleno sentido, por medio de quienes lo analizan e interpretan.

En mi condición de profesor de Periodismo argumentativo, o de opinión, he enfatizado en la dimensión hermenéutica de nuestra actividad, así como también en su naturaleza histórica y su estética literaria. Opinar es no sólo acreditar la individualidad crítica sino, además, generar un círculo hermenéutico, un diálogo de horizontes, una secuencia de interpretaciones sobre interpretaciones previas en la que participen interlocutores o intérpretes reales o potenciales, presentes o virtuales.

En la unidad del curso atinente al análisis y la crítica sobre el discurrir de la vida cultural (entendida la cultura como aquello que nos hace mejores como seres humanos), el modelo del comentario sobre la producción fílmica es esencial en la formación de criterio, en la asunción de responsabilidades éticas y en la aplicación de un método que de verdad acredite nuestra competencia como buscadores de sentido.

Por estos y otros motivos que no alcanzo a explanar porque no caben en los límites de este breve preámbulo, invito a los colegas estudiantes y profesores y a los buenos lectores en general a leer esta obra, Palabras de cine, que fortalece el diálogo de saberes en la comunicación y las ciencias sociales y humanas.

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domingo, 22 de marzo de 2015

El nuevo libro de Gossaín

LA MEMORIA DE UN ESCRITOR
Y REPORTERO VIGENTE

Por Juan José García Posada

Este libro del periodista Juan Gossaín, La memoria del alcatraz, es la confirmación plena de que ni el trabajo exigente en la radio noticiosa, ni la obsesión de muchos años por la misma noticia han causado deterioro en el escritor y su estilo. Hace más de cuatro decenios, Gossaín escribía primero en El Heraldo de Barranquilla y después en El Espectador. Era, ante todo, el cronista imaginativo, que sin sacrificar lo nuclear de la información de actualidad, marcaba la calidad de sus textos con un componente estético propio del narrador que disfruta con la creación de escenarios, el bosquejo de semblanzas de personajes de diversos planos y sin perder el polo a tierra señalado por la constancia del aquí y ahora, inseparable como cualidad, a veces como un mal necesario, del periodismo informativo.

En Gossaín se ha verificado y sostenido a lo largo de los años la dualidad entre el hombre de radio y el hombre de prensa escrita. Por mucho tiempo era la voz que despertaba a millones de oyentes en las madrugadas con el relato de los hechos del amanecer, pero siempre, desde el micrófono, tuvo la habilidad de hacer pausas refrescantes, para dedicar algunos minutos amables al recreo con la anécdota, el chascarrillo, la curiosidad histórica, la referencia a cuestiones que podían apartarse de lo actual pero no carecían de interés y atractivo.

Un periodista humanista no puede concentrarse sólo en la superficialidad y la insustancialidad de la noticia porque se convierte en víctima de los mismos acontecimientos. Muchísimas vocaciones se han malogrado cuando la avalancha de los sucesos envuelve y arrastra a los reporteros y les impide ver la vida, narrarla, interpretarla, porque les enajena el criterio selectivo y la capacidad de ir más allá en el tiempo y el espacio en la búsqueda de antecedentes y la auscultación de consecuencias y, más todavía, en la decantación de un estilo que mantiene la naturaleza del periodismo como género literario.

“Lector, buscador de historias, conocedor y centinela de la lengua, amante del mar y los recuerdos, crítico y doliente de un país cuya mayor miseria es la corrupción, pero sobre todo un gran narrador, eso es Juan Gossaín, autor de las crónicas que se compilan en este libro”, dice en la nota de presentación de los editores de Intermedio y El Tiempo.

Gossaín, retirado ahora en Cartagena de los afanes noticiosos, pero no de la realidad del país y del mundo, en este libro vuelve por los fueros del reportero y el narrador que se anunciaba hace unos 40 años cuando publicó La mala hierba. Esta obra, Memoria del alcatraz, se lee a veces como si fuera una novela, o una selección de cuentos, por el lenguaje reposado y luminoso del autor, pero al reeditar trabajos de información y denuncia (como los que muestran el engaño a los pensionados, el saqueo de los recursos de la salud, por ejemplo) mantiene despierta la conciencia del lector.

El pensamiento crítico, tan venido a menos en no pocas situaciones del periodismo actual, cuando se muestra complaciente y consensual, no sólo debe ser atributo del comentarista y el ensayista sino también del reportero agudo y el narrador que profundiza en el sentido oculto de los hechos en busca de la mejor aproximación posible a la verdad y el apartamiento al máximo del error.

Este libro de Gossaín tiene momentos para los relatos y las reminiscencias, para la evocación de personajes y para el señalamiento de los vicios y perversiones que abundan en este país. Contiene escritos sobre gente e historias de la Colombia pintoresca, denuncias sobre corrupción e injusticias y daño ambiental, páginas sobre los días y la vida, una ingeniosa y agradable sección dedicada a la lengua y el lenguaje y las historias de personajes sobresalientes. El periodista escritor de siempre aparece en cada una de las 304 páginas de esta obra digna de ser compartida con los oyentes y los buenos lectores.


(Leído en el Coloquio de los Libros, por Radio Bolivariana, el sábado 21 de abril).

lunes, 9 de marzo de 2015

Teclado

ESA CLASE DAÑINA
DEL HIJUEPAPISMO

Por JUAN JOSÉ GARCÍA POSADA

El hijuepapismo es una clase antisocial. La forman los abominables e insolentes hijos de papi. El caso entre ridículo e irritante del presunto familiar de un expresidente es una de las demostraciones más significativas de la actuación de tales sujetos. “Usted no sabe quién soy yo” y “no sabe con quién se metió” son las dos frases que sintetizan una contracultura estimulada por el facilismo, el desprecio de los méritos personales y el éxito basado en el tráfico de influencias.

Los hijos de papi abundan en nuestra sociedad. Inducen al irrespeto de los derechos ajenos, de la autoridad, de las reglas de comportamiento, del orden jurídico esencial para la convivencia. Se pasan los semáforos en rojo, andan a alta velocidad en carros y motos, se meten en las filas y pelean para que los atiendan de primeros, exigen trato preferencial en el estudio y el trabajo, matonean a superiores, compañeros y subalternos, les sacan el máximo de ruido a los equipos de sonido cuando celebran sus francachelas, son procaces y ultrajantes en el uso del lenguaje, etc.

No pueden argumentar que sean superiores por la excelencia, sino porque viven ensoberbecidos con la ilusión del poder que alguna vez han tenido sus papás, sus tíos o sus parientes lejanos, como sucedió con el gomelo beodo que agredió a los policías, invocó su dudosa condición de sobrino de un exmandatario y amenazó a los pacientísimos agentes y sus familiares. El video que ha circulado en forma profusa por la internet da rabia y da risa. Tal vez los uniformados no reaccionaron como debían haber hecho, porque sabían que la difusión del documento audiovisual obraría como suficiente sanción social contra el vergonzoso infractor.

Alguien debería leerle a cada hijo de papi el Elogio de la dificultad, del profesor Estanislao Zuleta y su crítica al facilismo alienante: “En lugar de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de la satisfacción, una monstruosa salacuna de abundancia pasivamente recibida”.


El hijuepapismo sólo representa una minoría. La gran mayoría de los jóvenes piensa y obra con sensatez, sentido de las proporciones y convencimiento de que es legítimo prolongar las cualidades de los papás (lo que se hereda no se hurta), pero son las capacidades individuales, la inteligencia y la voluntad de vivir con ánimo de resistencia proyectiva para afrontar las dificultades y aceptar los sacrificios las que marcan una existencia digna y valiosa en el mejor de los conceptos. Lo contrario, la creencia hijuepapista, empuja al descalabro lento e imperceptible pero inexorable de los prepotentes que maximizan los derechos y eliminan deberes y responsabilidades. Algún día los hará estrellar en público un video condenatorio.

Columna publicada en EL COLOMBIANO el lunes 9 de marzo de 2015.

martes, 10 de febrero de 2015

El periodismo, un viaje por el tiempo y el espacio

DESDE  EL ORIGEN HASTA
LA DESEMBOCADURA
DEL RÍO DE LA HISTORIA

Por Juan José García Posada

Para presentar la exposición del periodista Juan Gonzalo Betancur Betancur, martes 10 de febrero de 2015, auditorio Juan Pablo Segundo de la UPB, en sesión con motivo del Día del Periodista organizada por la Facultad de Comunicación Social Periodismo:

- El periodismo es un viaje por el tiempo y el espacio, desde el origen hasta la desembocadura del río de la historia.

- El periodismo tiene historicidad y trascendencia gracias a que deja constancia del aquí y ahora y el allá y entonces.

- El viaje ha sido consustancial al periodismo. El buen periodista siempre ha sido buen viajero. Y el periodista viajero se caracteriza por su perspicacia, su espíritu inquisitivo, su capacidad de observación de todo y todos, de los detalles, los paisajes, los rostros y gestos, el temperamento de los personajes, las costumbres, etc.

- Ejemplos de grandes escritores viajeros: Claudio Magris (El infinito viajar y Danubio), Cees Nooteeboom (Hotel Nómada y Desvío a Santiago), Camilo José Cela (Viaje a la Alcarria y Del Miño al Bidasoa), José María Guelbenzu, Azorín. Y por supuesto, Kapuscinski.

- Recordemos la leyenda de Henry Morton Stanley (Bula Matari), quien viajó hasta el Congo en busca de Swaitzer. Y a Joseph Conrad y su Viaje al corazón de las tinieblas.

- El relato de viajes originó la historia del periodismo americano. Los cronistas llegaron en las carabelas: Pedro Cieza de León, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Gonzalo Fernández de Oviedo.

- A propósito de Fernández de Oviedo, Gustavo Arango Toro le rinde un homenaje en su libro más reciente, SANTA MARÍA DEL DIABLO, sobre Santa María la Antigua del Darién, la primera ciudad colombiana en tierra firme. La obra se basa en las crónicas de Fernández de Oviedo, funcionario de la expedición de Pedrarias Dávila y observador de la flora y la fauna y de los personajes nativos y españoles y sus costumbres.

- A pesar de la amenaza del inmovilismo, por el abuso de la internet en la consulta de fuentes, hay excelentes periodistas de viajes en la red, como Santiago Tejedor, quien escribe en línea pero vive recorriendo el mundo. Y no es desdeñable la consulta de la internet, el conocimiento mediante Google Earth, por ejemplo, pero hay que ir a los lugares, hablar con la gente, conocer tradiciones, costumbres y leyendas, etc.

-Este trabajo de  Juan Gonzalo Betancur es un excelente ejemplo de cómo el periodismo de viajes, que es esencial a nuestra profesión, sigue vigente y se enriquece con la intervención de un buen periodista y narrador. Es un testimonio de ese periodismo como viaje por el tiempo y el espacio, desde el origen hasta la desembocadura del río de la historia.


domingo, 8 de febrero de 2015

LA HISTORIA NOVELESCA DE
SANTA MARÍA LA ANTIGUA


Por Juan José García Posada

Santa María del Diablo es el título impactante de esta obra de Gustavo Arango Toro, publicada por Ediciones B, lanzada hace algunos días en la Biblioteca Pública Piloto. El autor ha enaltecido las colecciones literarias de la Editorial UPB y, como lo hemos resaltado en muchas ocasiones, es Doctor en Literatura, profesor desde hace años en universidades de los Estados Unidos, periodista y comunicador social egresado de la Bolivariana.

La impresión inicial que el libro me causó fue de sorpresa por el conflicto del título: ¿Cómo así que Santa María y Diablo? En realidad se refiere a la primera ciudad fundada en tierra firme en Colombia, Santa María la Antigua del Darién, hace ya cinco siglos. Ciudad que, de acuerdo con los datos aportados por el mismo autor y basados en estudios antropológicos y crónicas antiguas tuvo, en los pocos años que duró, una población superior a la de Madrid. Por diversas causas, que el escritor expone, la ciudad se extinguió y hoy en día se conservan vestigios, objeto de investigaciones muy reveladoras, como las que hizo en su tiempo el recordado profesor Graciliano Arcila Vélez, fundador, con Paul Rivet, de la ciencia antropológica en Colombia. De Santa María la Antigua, de las costumbres de los aborígenes, del paisaje, la geografía, la flora y la fauna y del protagonismo de conquistadores como el temible Pedrarias Dávila o como Balboa el descubridor del Pacífico, trata Gustavo Arango en este relato a modo de novela, de novela histórica apoyada, en gran parte, en los escritos enjundiosos del fecundo cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, autor de la muy extensa, intensa y prolija Historia General y Natural de las Indias.

Santa María del Diablo es un relato novelesco de impecable factura literaria. Tal vez en los primeros tramos de la lectura, a lo mejor porque es inevitable la localización espacio temporal del lector, es decir la contextualización, deja la sensación de una cierta lentitud. Pero va ganando en ritmo, incluso en suspenso, a medida que van avanzando los capítulos y se encuentra una narración inquietante, por los conocimientos que aporta sobre momentos y espacios olvidados en la historia y la geografía, por el tratamiento magistral de las situaciones que van entretejiéndose y recreándose con esa ficción legítima que invocan los periodistas que son cultores de la novela histórica y por la renovación de la vigencia del cronista original, Fernández de Oviedo, a quien no queda duda de que el autor está haciendo un elocuente reconocimiento en este libro.

Fernández de Oviedo tuvo un papel preeminente en el registro si se quiere minucioso del acontecimiento del encuentro de dos mundos, con Bernal Díaz del Castillo, Pedro Cieza de León, Fernández de Piedrahíta, Núñez Cabeza de Vaca y otros cronistas que llegaron a la América en las carabelas de los descubridores. Sin cronistas a bordo, la época de la Conquista habría quedado envuelta en la bruma del tiempo y nada quedaría, para los lectores y estudiosos de hoy, de unos sucesos que partieron en dos la historia. Sin las crónicas sí que se habría aumentado la leyenda negra que muchas personas continúan reeditando en los días actuales para desvirtuar la importancia capital que tuvo la llegada de los españoles a estas tierras, con todo y las barbaridades que algunos de ellos cometieron como feroces combatientes contra guerreros nativos no menos feroces, con el choque de enfermedades que diezmaron la población, pero, sobre todo, con la incorporación de los pueblos aborígenes a la civilización y la cultura occidentales gracias al idioma que ha hecho del orbe panhispánico una patria común, así como también de la religión y de las costumbres y tradiciones.

Este Fernández de Oviedo, quien aporta la fuente principal para la narración de Gustavo Arango, fue un personaje muy notable, más que en su condición de funcionario de la Corona por los merecimientos que acumuló página tras página como relator de lo que veía, oía y sentía paso a paso mientras formaba parte, al comienzo, de la expedición de Pedrarias Dávila, en las funciones de “veedor de la fundición de oro” y escribano real. Observador perspicaz, apuntador de cuanto dato interesante encontraba, notario de cada suceso, retratista de los individuos que iba conociendo, paisajista y explorador de las plantas y los animales, Fernández de Oviedo bien podría exaltarse a la condición de prototipo del periodista viajero, tal vez el primer periodista viajero que pisara el territorio americano. Periodista y novelista. Porque fue también el autor de la que podría ser catalogada como la primera novela escrita en estas latitudes, titulada Don Claribalte, en 1519, que relata asuntos de caballería, como correspondía a aquella época de la historia literaria en lengua española, cuando estaba todavía fresco el Quijote de Cervantes. Entre los libros de Fernández de Oviedo figuran  Batallas y quincuagenas (1550), las Reglas de la vida espiritual y secreta teología (1548), el Tratado general de todas las armas (1551), y el Libro de linajes y armas (1552). Era un hombre culto y no sería desatinado calificarlo como un exponente del humanismo renacentista, con el cual se relacionó en Italia, donde conoció a Leonardo y Miguel Ángel, como para desmentir la versión (otra vez la leyenda negra) según la cual en las carabelas sólo venían indeseables. Fernández de Oviedo estaba familiarizado con Tolomeo, Aristóteles, Plinio, Cicerón, Ovidio, Vitruvio, San Agustín y Petrarca.

Dice en la reseña de este libro, Santa María del Diablo, que “desborda los límites de la imaginación y explica en buena parte lo que ha sido Hispanoamérica desde entonces. Aquí están el deslumbramiento de los europeos con el Nuevo Mundo, el desconcierto y la aniquilación de las poblaciones nativas, la exuberancia de la naturaleza, el encuentro de culturas, las enfermedades de los cuerpos y las almas. El cielo y el infierno se juntaron en esta ciudad que fue escenario de convivencia apacible entre españoles e indios, pero también de intrigas, desafueros y grandes crueldades”. Tal es la invitación a leer esta obra, que ilustra sobre cuestiones fundamentales para conocer y comprender el verdadero sentido de la historia y la geografía, del allá y entonces y los reales orígenes de la sociedad nuestra. 

(Leído en el programa Coloquio de los Libros, por Radio Bolivariana, el sábado 7 de febrero de 2015).

miércoles, 28 de enero de 2015

LA LIBERTAD SIN RESPETO ES FUENTE DE DISCORDIA

Por Juan José García Posada

Artículo escrito para el Observatorio de Ética, Política y Sociedad de la UPB, enero de 2015.

Los límites éticos, en una sociedad inficionada por el relativismo valorativo, dejan de ser eficaces y se vuelven simbólicos. La libertad no es, en el concepto clásico, la facultad de hacer todo lo que quiera hacerse, sino lo que deba hacerse. Es decir que la libertad, para el ser humano dotado de libre albedrío, pero también de autonomía y criterio de responsabilidad y de sindéresis, tiene un contenido y una finalidad éticos, debe tender a un bien, no a un mal, a un beneficio para el individuo y la sociedad y no a un perjuicio. Así la comprendió Aristóteles en la Ética Nicomaquea y la han entendido muchos pensadores a lo largo de la historia de las ideas.

Pero hay también una tendencia a considerar la libertad como un privilegio ilímite, que puede ejercerse para bien o para mal, despojado de principios y fines éticos. Esta es la libertad que suele confundirse con el libertinaje y es la que se pretende aplicarse desde medios periodísticos desaforados, como en el caso de aquellos que no reconocen ni valoran lo que significa el respeto a los demás, a las ideas y los valores, a las creencias políticas, religiosas, o de cualquier índole.

En relación con el periodismo, donde se sintetizan paradigmas de libertad como los de expresión y opinión, todos los códigos éticos establecen normas regulatorias, que fijan límites a la libertad: El respeto a los credos religiosos está consagrado en códigos muy conocidos, como el de la Unión Europea. No obstante, esas normas tienen, como sucede ahora, una eficacia simbólica. Están escritas, sus preceptos son inequívocos, y legitiman el autocontrol razonable de las decisiones periodísticas, pero al mismo tiempo, en nombre de las libertades de expresión y de opinión, se admite que el periodista pueda invocar el derecho a expresarse y opinar sin controles autónomos o heterónomos, sin que por ello sea sometido a censura previa. Para incurrir en una infracción debe permitirse que se actúe o se deje de actuar.

En el caso de Charlie Hebdo, el muy controvertido semanario caricaturesco parisino, para nuestro modo de pensar y obrar éticos sus publicaciones son insolentes, retadoras, provocadoras, imprudentes en el amplio sentido del término. Son inaceptables porque irrespetan creencias religiosas, pero, además, porque generan reacciones extremistas, integristas o fundamentalistas, que no son las de todos los que profesan la religión o las religiones ofendidas, sino de sectores o sectas radicales e irracionales, como la de quienes perpetraron el asesinato de once periodistas y un policía en París, comparables a las de todos aquellos que en la actualidad o en el pasado se han sentido con derecho a eliminar vidas humanas en nombre de su dios o sus dioses.

En artículo reciente publicado en El Colombiano, escribí, a propósito:

Charlie Hebdo es el símbolo de un tipo de periodismo retador, insolente, mortificante, pero que tiene que soportarse en nombre de la libertad, incluso de un concepto desmadrado de libertad, no como la facultad de hacer lo que debe hacerse, sino, al contrario, de lo que no debe hacerse. Nada puede justificar el asesinato perpetrado en París por unos bárbaros brutales. Más todavía: Ese periodismo del semanario humorístico y crítico, provocador y desafiante, es una representación de la figura histórica del bufón, individuo de origen griego y romano, tolerado en las cortes medievales por sus payasadas, sus chistes y burlas, incluso al soberano, porque su función primordial consiste en decir en público lo que muchísimos súbditos solo se atreven a hablar en privado.

El bufón ha sido personaje en las artes y las letras. El Falstaff de Shakespeare y de la comedia lírica de Verdi, los bufones como Calabacillas y Nicolasito Pertusato retratados por Velázquez, el famoso Triboulet de Víctor Hugo en El rey se divierte. ¡Si cuentan que hasta Atila, el más bárbaro de los bárbaros, andaba con su bufón Zerco! Pero ahí está el punto crítico de ruptura entre civilización y barbarie: Cuando el bárbaro además es cretino, no puede aguantar las bufonadas y busca al bufón hasta matarlo, como ha sucedido en el espantoso acontecimiento de Francia, cuna de la libertad y albergue paradojal, en nombre de la tolerancia, de ángeles de la muerte resueltos a exterminar en defensa de su presunto credo religioso.

No comparto la idea ni la práctica del irrespeto a ninguna religión. El irrespeto es el último grito de la moda actual. Ahí comienza el debilitamiento de la integridad de cualquier sociedad. Pero menos puedo admitir que al irrespetuoso se le aniquile. Hay que tolerarlo. Hay que dejar que discurra esa forma no deseable pero real de periodismo. Allá los bufones, si abusan de la libertad, pero para que puedan ser responsables de abusar hay que dejar que actúen, sin censura previa. Más vale una prensa desbocada que una prensa censurada, se ha dicho, así no se ajuste al modelo ético civilizado. Las normas de ética de la profesión periodística establecen el deber de no discriminar, de respetar las creencias religiosas. Cito como ejemplo el Código Deontológico de Estrasburgo, aprobado por la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, desde 1993. En el caso de Charlie Hebdo la regla ética solo ha tenido eficacia simbólica. Pero no por esto, no por el hecho de que se irrespete y se vulnere el sentimiento religioso de alguien, por más fanáticos y extremistas que pueda haber en esa religión, pueden ser legítimas la eliminación del violador, ni la mordaza. Matar al bufón evidencia la extrema brutalidad de la barbarie. (Columna Teclado, El Colombiano, 12 de enero de 2015).

En otros términos, si nos parecen reprobables las publicaciones de Charlie Hebdo, por lo que se ha dicho, es decir porque están en abierto desafío a las normas éticas del periodismo y a quienes convierten en objeto de burlas y caricaturas, así como tienen que ser reprobables con energía las reacciones criminales y desproporcionadas de los que eliminaron a los once periodistas que estaban reunidos en el consejo de redacción del semanario.

Pero surge entonces otro elemento en el debate y es la protesta casi unánime de los llamados líderes mundiales, con la multitudinaria manifestación realizada en París, que, a mi modo de ver, no fue en ningún momento de rechazo contra el irrespeto a los credos religiosos sino sólo de condena a la matanza. Fue una demostración muy elocuente en defensa del valor de la libertad, en la cuna de  la Ilustración. Pero al mismo tiempo dejó la sensación de que se amparaba una corriente de laicismo radical y se ignoraba el significado profundo y trascendental de la religión como factor constitutivo de la misma civilización cuyos principios y valores se pretende salvaguardar: La civilización occidental tiene en la religión una fuente primordial y por consiguiente en nombre de la racionalidad ilustrada es una equivocación abstenerse de defender el respeto a la religión y las religiones como condición necesaria para que la libertad se usufructúe con criterio ético.

Es repudiable, por supuesto, que se elimine al bufón, representado en la publicación humorística. Pero esto no puede equivaler a aplaudir todo lo que diga o haga el bufón, todas sus temeridades en nombre de una mal entendida libertad. Lo que hace a los hombres civilizados parecidos a los bárbaros es, como lo afirma Tzvetan Todorov en El miedo a los bárbaros(libro cuya lectura estoy recomendando), el hecho de reaccionar contra la barbarie con instrumentos y argumentos que entran en conflicto con las bases de la civilización. Esta obra ha sido calificada de réplica a la de Huntington, El choque de civilizaciones. Todorov sostiene, en gran síntesis, que el miedo a los bárbaros es lo que nos hace bárbaros. Es precisamente al temer la sinrazón de los otros cuando nos hacemos otros para nosotros mismos, y acabamos convirtiéndonos en aquellos bárbaros que tanto temíamos.

Más todavía: Está muy bien defender la libertad, pero si la libertad no reconoce el respeto a la diferencia, al derecho de otros a creer y pensar distinto, es imposible defender también la fraternidad y la igualdad, principios esenciales de la racionalidad ilustrada en cuyo nombre se protesta contra la barbarie. ¿Qué fraternidad puede haber en una sociedad en la cual se ridiculiza, se caricaturiza, se insulta al que piensa y cree distinto? ¿Qué igualdad habrá donde se abuse de las ventajas que da el uso de medios de comunicación para imponer el predominio de juicios de valor descalificatorios y opiniones exclusivas y excluyentes? La libertad sin respeto es fuente de discordia y negación de la convivencia.



LA LLEGADA DE LOS 10.000

Por JUAN JOSÉ GARCÍA POSADA

El año universitario comienza con la enorme expectativa que se ha abierto frente al programa Ser pilo paga, creado en buen momento por la nueva Ministra de Educación, mediante el cual se premia con becas en universidades acreditadas a 10.000 estudiantes que superaron los 310 puntos en las pruebas oficiales y están catalogados en estratos socioeconómicos del 1 al 3.

Lo más importante de este programa innovador, por cuya consolidación tienen que hacer fuerza las instituciones universitarias, el gobierno y los estudiantes, consiste en que se desvirtúa la vieja falacia de la simetría entre el nivel económico y el cultural. Hacer de la buena educación una causa común y comprometerse con la estrategia de estimular a los mejores por sus capacidades y competencias, es la base de una sociedad incluyente y democrática.

Algunos comentaristas han preguntado cómo se alistan las universidades para incorporar a los 10.000 primíparos. Se informa acerca de la adopción de planes de tutoría, facilitación de recursos, bienestar estudiantil y, sobre todo, aseguramiento de la permanencia y control de la deserción.

Expongo dos hipótesis para responder a tales observaciones, con base en la comprobación por experiencia propia y directa:

Primero, las universidades que tienen vocación policlasista, acreditación de alta calidad y organización sólida y confiable ofrecen las mejores garantías de estabilidad y apoyo a la adaptabilidad de los nuevos alumnos. He estudiado y trabajado a lo largo de mi vida en establecimientos de educación superior en los cuales la condición socioeconómica nunca ha sido factor discriminatorio y se ha asegurado la igualdad de oportunidades. No es ninguna novedad que ahora reciban a unos alumnos más de niveles 1, 2 y 3, si de tiempo atrás han tenido métodos de financiación comparables al de Ser pilo paga y si en su espíritu fundacional, sus propósitos educativos y sus planes de desarrollo está grabado y se cumple el respeto a la diversidad.

Segundo: Está demostrado que, salvo situaciones excepcionales, el alto rendimiento en la secundaria se mantiene constante en el pregrado y el posgrado y en la vida profesional. El buen estudiante, más todavía si tiene que afrontar retos como los que ahora se plantean, sigue siéndolo por siempre.

El poder del saber no puede reservarse a los que tengan el poder de tener. Ahí empieza a perfilarse una verdadera meritocracia, concordante con la finalidad de ética social de formar aristocracias del espíritu y la excelencia intelectual. Se abre una amplia perspectiva para que las oportunidades de acceso a la educación superior se amplíen, en este país que figura por motivos creíbles como uno de los menos equitativos del mundo. La llegada de los 10.000 ayuda a conjurar la mayor pobreza, la peor desgracia: La ignorancia, el quinto jinete apocalíptico.