jueves, 28 de marzo de 2019

¿QUIÉN DIJO MIEDO AL ARGUMENTO?


Por Juan José García Posada

Es probable que mi punto de vista sea el equivocado ahora cuando trato de atinar una respuesta al porqué de la reticencia a la argumentación como base de cualquier discusión respetable. Hay una extraña resistencia al uso de los recursos propios de la racionalidad ilustrada, como si se tratara de un afán por regresar a la edad de la infancia intelectual y no querer avanzar hacia la mayoría de edad kantiana.

Las emociones, los sentimientos, los pareceres y caprichos, formas arbitrarias y facilistas que degradan el trabajo intelectual, son por lo regular los modos más utilizados en los intercambios verbales que suelen efectuarse incluso en entornos tan respetables como el universitario. Tenemos amigos y presuntos interlocutores, no importa si se trata de contradictores, que prefieren cambiar de acera, dejar de saludar, con tal de eludir el diálogo basado en la expresión de consideraciones lógicas, de razonamientos que, así no resuelvan ningún problema ni nos pongan de acuerdo, por lo menos hacen posible una tarea civilizada que deje constancia de la capacidad de confrontación tolerante y alejada cuanto sea posible del simple alegato que sitúa a los rivales a un paso de las vías de hecho y de convertir el escenario de la deliberación en un cuadrilátero para el discutible deporte del boxeo.

El argumento se aleja y el golpe bajo, el denuesto, el insulto, el irrespeto, si no el agravio, se acercan y envilecen el intercambio de ideas. Es una forma que por desgracia está volviéndose habitual en medios catalogados como dignos de mejor suerte, de la realización de espectáculos de la inteligencia y no simples funciones de agresión en las cuales se compite por alcanzar el trofeo de campeón de la visceralidad y el primitivismo.

Cómo se ha degradado la inteligencia. Cómo se extraña la falta de formulaciones lógicas. Tiene que estar muy diezmada una sociedad cuando los llamados a ser sus mejores exponentes y los transformadores y renovadores de las costumbres pasan a convertirse en contendientes implacables enceguecidos por un lenguaje que los hace abominables por intimidatorios.

El miedo al argumento es característico de los días que pasan. Representa una involución desgraciada. Es un miedo que surge del reconocimiento de la propia inferioridad para poner a funcionar la inteligencia y de la presunción de que el contrario tiene derecho a ser el triunfador por la razón de la fuerza, no por la fuerza de la razón. Argumentar es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento. Al menos así debería considerarse en espacios y tiempos como los de la vida universitaria. Derecho inalienable, así traten de arrebatárnoslo quienes, como defensores de la superficialidad y la línea de menor resistencia, se empecinan en desacreditar y desconceptuar el ejercicio lógico, la utilización de la dialéctica. Deber de obligatorio cumplimiento, porque la negación del argumento, el desdén por la argumentación, son pasos previos a la declaración de que somos inferiores en materia de educación para el diálogo que construye, para la controversia civilizada.

Es inaceptable que el rechazo del argumento, sea por miedo a la superioridad del que no argumenta o por simple pereza intelectual, se convierta en hábito de la vida universitaria. No quiero ser profeta de desastres, ni acepto el casandrismo como actividad legítima del intelectual, pero al paso que vamos ese es el rumbo que está siguiéndose. Deber ético de los universitarios integrales es trabajar para impedir ese descaecimiento deplorable, antes de que sea demasiado tarde. ¿Dónde quedan, entonces, los razonamientos que se han hecho sobre la misión trascendental de la corporación llamada universidad de ser cerebro y conciencia crítica de una sociedad, de ser generadora de innovación e impulsora del cambio que ayude a andar hacia arriba y hacia adelante y a abrir nuevas fronteras? La ausencia de argumentación puede señalar, así como está señalándolo la descalificación de las humanidades y las sociales, caídas en desgracia ante el avance de las actividades utilitarias que reportan beneficios económicos, de poder y de prestigio, pero no enriquecimiento espiritual, como disciplinas esenciales, puede señalar el final deplorable de la institución universitaria.



EL ARGUMENTO, A PESAR DE LAS SINRAZONES



Por Juan José García Posada

A pesar de la generalización notoria de una actitud de reticencia ante la necesidad ética de argumentar y hacer valer la fuerza de la razón sobre la razón de la fuerza, no renuncio al argumento y seguiré defendiéndolo.

El entorno es no sólo indiferente sino también hostil. Argumentar es apartarse de un común sentir que está en conflicto con el sentido común. Donde quiera que pretenda intervenir, sea en una conversación trivial de cafetería, en un espacio de cierta seriedad como el académico y, con mayor frecuencia en las reuniones familiares y domésticas, si llego con ánimo de discutir mediante el ejercicio aceptable de la racionalidad y la demostración de que puedo interponer recursos originados en la lógica y la dialéctica, siento de inmediato el rechazo, unas veces explícito y las otras manifiesto, de mis presuntos interlocutores.

¿Debo reconocer, entonces, que en cada uno de esos casos he vuelto a equivocarme? Por supuesto que no. Me empecino en sostener que los equivocados son los otros. Porfío en la certidumbre de que he escogido el camino acertado, el de preferir el argumento y no el epíteto insultante, la frase emotiva y desobligante, el denuesto, la descalificación de los motivos que podrían exponerse de modo ponderado y hasta el insulto y el agravio.

Esa negación del argumento como componente esencial del diálogo se traslada de las relaciones habituales a las que se efectúan mediante las llamadas redes sociales, que se degradan hasta volverse, en estos casos, redes antisociales. Abro Facebook, la red social que suelo utilizar para procurar un contacto frecuente con unos dos mil individuos a quienes he incluido de manera formal como integrantes de la lista de mis amistades, así con algunos de ellos la relación haya sido esporádica y distante. Alguien propone un tema de discusión. Expone su opinión personal. Y es seguro que en pocos minutos tendrá una respuesta que, en caso de ser discordante, comenzará con la desconceptuación: “Tiene uno que ser muy estúpido para sostener semejante mentira en esta red social”.

Semejante frase introductoria anuncia no una discusión basada en las condiciones de la controversia civilizada, sino, cuando más, un alegato en el cual puede llegar el momento en que los dos contradictores, no, los dos contendores, pasarían a las vías de hecho si estuvieran viéndose y oyéndose en un mismo recinto y no separados por la informática y sólo visibles o audibles por medio de la pantalla del computador.

En cierta forma, Facebook y las demás redes sociales tienen esa ventaja, por qué no: La de mediar y evitar enfrentamientos cuerpo a cuerpo entre los opuestos. No digo que se atenúen el peso y los efectos de los insultos, pero al menos se garantiza que los dos rivales no van a volver la discusión un evento boxístico.

La ausencia de argumentos, el desdén por el buen uso de las posibilidades y potencialidades de la razón, son característicos de una sociedad en la cual se está demasiado lejos de alcanzar los mínimos indispensables para que haya una verdadera cultura de la discordancia. Hay miedo a discordar, porque no se ha adquirido ese hábito.

Una de las fallas más protuberantes de la educación que se imparte y se recibe en países como el nuestro consiste en que se opta por la línea de menor resistencia, que comporta la negación del derecho al uso de la razón. Habrá algunos programas de radio y televisión que propicien el debate, la discusión abierta, la polémica, pero escasean. Con enorme facilidad se pasa, incluso cuando participan interlocutores o ponentes ilustrados, de la razón a la sinrazón, de la discusión al alegato cargado de emociones.

Pero lo que sucede, como queda dicho, en las llamadas redes sociales, es entonces un espejo de lo que está pasando todos los días, en todos los momentos, en los entornos laboral, estudiantil y académico y familiar: La gente cada vez se aparta más de la razón y parece como si sintiera un sometimiento a la fuerza irresistible de la sinrazón. No obstante, sigo siendo un defensor convencido, así no sea convincente, del argumento como garantía de aproximación de los contrarios, de tolerancia y convivencia y de la bondad del diálogo que nos libra del enfrentamiento primitivo.


jueves, 7 de marzo de 2019

SÍ FALTAN MÁS COMUNICADORES

Editorial


Ha despertado como un viejo fantasma la idea falaz de que en este país sobran periodistas y comunicadores y deberían cerrarse las facultades que los forman.

Una célebre colega y los miembros de su equipo de trabajo en televisión afrontan ahora la incertidumbre del desempleo, al clausurarse el noticiero en el que actuaban.

El primer argumento que se le ocurrió para defender su proyecto y explicar los motivos de su repentina cesantía ha sido el de poner otra vez en cuestión la utilidad y la pertinencia de la profesionalización universitaria, porque a su modo de ver hay demasiados periodistas y salen mal preparados de las aulas.

Que haya abundancia de periodistas es una afirmación exagerada. Así haya numerosas facultades en el país, tal vez medio centenar, se concentran en las capitales y en las principales ciudades intermedias. De ellas egresan muchos nuevos profesionales cada semestre. Pero en una nación con más de mil municipios, con crecientes necesidades de comunicación pública y privada, en un proceso de apertura democrática e incremento de las expectativas de información y orientación, la demanda de comunicadores va en aumento.

No sólo de periodistas convencionales, ni sólo de capitales sino también de regiones y territorios fronterizos, y formados mediante criterios, métodos y contenidos que aseguran la integralidad de la profesión, que en términos sencillos significa la competencia para trabajar en periódicos y noticiarios tradicionales, y en medios y empresas muy diversos, de variados orígenes y direcciones y orientados hacia la multimedialidad y la convergencia, conforme con los criterios globales más avanzados en esta disciplina esencial de las ciencias sociales.

Además, la creación de empresas y medios independientes, que en forma progresiva están asegurando nuevas fuentes de financiación, refuerza la justificación de la demanda de nuevos comunicadores.

No se trata de una formulación ilusoria ni demasiado optimista. Demostrar que es verdad y que la comunicación seguirá siendo una profesión necesaria, con acreditación suficiente para obtener valoración social, es una conclusión compatible con los nuevos desarrollos consecuentes con la llamada Cuarta Revolución Industrial.

Por supuesto que para garantizar la validez de tales expectativas, es preciso que las facultades se actualicen, se pongan al ritmo de las realidades y necesidades de la sociedad y de las exigencias del desarrollo regional en el campo de la comunicación. Pero en este aspecto es comprobable que están trabajando.

Les bastaría a los críticos de la formación profesional con aproximarse al conocimiento de las ideas y las prácticas, los métodos, los planes de estudio, los propósitos y los objetivos actuales de facultades y universidades, para comprender que en el ámbito de la educación superior no ha habido descuido, ni negligencia, salvo algunas excepciones.

Universidades y facultades de comunicación son más pertinentes de lo que se imaginan algunos colegas despistados, que olvidaron dónde estudiaron, dónde adquirieron conocimientos, competencias y modos de pensar para trabajar en medios y empresas y cómo, con todo y su inmenso prestigio y su figuración fulgurante en la farándula periodística y comunicativa de la capital, necesitan una dosis mínima de modestia.



jueves, 7 de febrero de 2019

BETANCUR, EL HUMANISTA UNIVERSITARIO


Por Juan José García Posada

En el homenaje póstumo de la Universidad Pontificia Bolivariana a Belisario Betancur, el día 4 de febrero de 2019, aula magna de la UPB.


Cuando Belisario Betancur concluyó que el homo sapiens se extravió en América Latina dejó clara constancia de su vocación de resistencia como intelectual a las desviaciones de la política. El humanista formado en las disciplinas del espíritu y criado por las circunstancias adversas en la vida sencilla y austera, no podía congeniar, a pesar de la tentación del poder, con el cortoplacismo transaccional ni con las veleidades de la clase de los políticos.

Betancur personificó al escritor y al lector de todas las horas, al apasionado de las bellas artes, al propagador del pensamiento mediante los libros en ejercicio magistral de su condición de editor. Sus afinidades con el poder las aceptó con la condición ineludible de equipararlo al servicio de la transformación de la sociedad y convertirlo en instrumento de pedagogía para la convivencia ciudadana, la controversia civilizada y la construcción de la paz. Para él carecía de sentido la política despojada de contenido ético y de actitud autocrítica severa. Su devoción por el humanismo en las facetas más diversas la practicó, al infundírsela a su carácter de estadista, en una tensión continua, en una suerte de agonía unamuniana. Presentía, y se cumplió su intuición, que el arte de gobernar al final resultaría incompatible con el de predicar, enseñar y actuar en el día a día desde el universo de las ideas, las letras y las artes. Desde su universo de pensador, escritor y amigo de los cultores de las dedicaciones artísticas.

Su estructura moral e intelectual, adquirida en las dificultades de la infancia campesina que le marcaron el sello del estoicismo senequista y quijotesco, la fortaleció en las fuentes primordiales de cultura, la universidad y el periodismo. En la Bolivariana y a la luz del carisma fundacional de nuestra corporación universitaria inspirado en el humanismo cristiano (el Espíritu Bolivariano que redactó el primer Rector, Monseñor Sierra) afirmó su talante discursivo y su simpatía por una ética dialogal basada en la difícil aceptación del método de aproximación de los contrarios y sus diferencias, que más tarde pretendió convertir en proyecto de Estado. Y desde el grupo de juveniles prosistas y divulgadores en el que participó en El Colombiano y el naciente suplemento Generación, con la tutoría de Fernando Gómez Martínez y la coautoría de Otto Morales Benítez, su cordialísimo colega y antagonista político, y con Jaime Sanín Echeverri, Miguel Arbeláez Sarmiento y Rodrigo Arenas Betancur, estableció la relación entre los lectores de su tiempo y las corrientes que influían en la configuración del pensamiento moderno. Universidad y periodismo, dos entornos en los que Betancur conjugó los elementos necesarios para la constitución del humanista, del lector infatigable en busca de la verdad y las verdades de los libros y las noticias y columnas de opinión y ensayos, las discusiones académicas alentadas por maestros de filosofía, literatura, historia y derecho, del intelectual dotado de consistente basamento cultural, que deberían ser consustanciales al buen político dedicado a realizar la idea de bien común por encima de diferencias e intereses de categoría inferior.

La humanidad y las humanidades formaban la materia primordial del ideario de Betancur. Sin ellas le habría sido inconcebible la política. Sin la teoría no le habría sido aceptable la práctica. Fue a partir de la universidad y el periodismo como se acendró su carácter de intelectual. Desde Sócrates hasta Séneca y hasta los mentores del sistema occidental de educación superior en Bolonia, París y Salamanca hace ochocientos años, la universidad ha tenido como finalidad ética ser la casa común de una comunidad de personas que, tal como lo defiende Martha Nussbaum en El cultivo de la humanidad, desarrollen el pensamiento crítico, busquen la verdad más allá de las barreras de clase, género y nacionalidad y respeten la diversidad y el modo de ser y de pensar de los otros. Betancur encarnaba esos principios básicos que hizo propios en la universidad y el periodismo como fuentes de su espíritu conviviente, de su confiable vocación dialógica y de su inflexible defensa de la diferencia sin engañarse en la sustentación de un concepto sofístico de igualdad. De ahí que afirmara que “sólo el sentido de la autocrítica, por tradición ausente en la región (en América Latina), le puede permitir recuperar el sendero extraviado por marchar en pos de falsas ideologías”.

Al apropiarse de esa visión racional y axiológica, Betancur hizo de la reflexión filosófica una actividad rutinaria. Lo asocio con la recomendación de Pierre Hadot, el defensor de la llamada utilidad de lo inútil y de la cultura subestimada por el utilitarismo, en su luminoso libro de Ejercicios espirituales y filosofía antigua, apoyado en estos consejos de Georges Friedman en Poder y sabiduría: “¡Emprender el vuelo cada día! Al menos durante un momento, por breve que sea, mientras resulte intenso. Cada día debe practicarse un -ejercicio espiritual» -solo o en compañía de alguien que, por su parte, aspire a mejorar-. Ejercicios espirituales. Escapar del tiempo. Esforzarse por despojarse de sus pasiones, de sus vanidades, del prurito ruidoso que rodea al propio nombre (y que de cuando en cuando escuece como una enfermedad crónica). Huir de la maledicencia. Liberarse de toda pena u odio. Amar a todos los hombres libres. Eternizarnos al tiempo que nos dejamos atrás”. Tal es la experiencia que se vive cuando se establece mediante la lectura el diálogo con los interlocutores antepasados en el discurrir de la historia del pensamiento, diálogo como forma de vida que se proyecta a los próximos y contemporáneos.

¿Y por qué Belisario Betancur se sentía tan a gusto, más a gusto, en el entorno académico y en medio de la clase intelectual, entre los lectores exigentes, los apasionados por las ideas, las letras y las artes, los buscadores de verdad y sentido, los estudiosos de los antecesores en la historia del pensamiento y en cambio, en actitud que fue haciéndose en él más ostensible al compás de los años y tal vez de los desengaños, rehuía los temas y personajes anclados en la política habitual, degradada por la fuerza arrasadora de las malas costumbres, envilecida por el aferramiento visceral a los queridos viejos odios nacionales? Tal pregunta motiva una respuesta obvia, incontrastable: Porque ahí identificaba su hábitat. En los coloquios y tertulias y los encuentros con profesores, estudiantes, periodistas e intelectuales disfrutaba a sus anchas en su disciplinado cultivo habitual de la humanidad. Varias veces, cuando aquí en esta misma aula magna y en otros auditorios de la Universidad nos alistábamos para escucharlo como se escucha a un sabio maestro, para presenciar los espectáculos de esgrima verbal con su dilecto y amigable contradictor Otto Morales Benítez, anteponía la condición de que se eludieran las cuestiones de política de campanario para, mejor, afrontar el tratamiento unas veces serio y otras anecdótico y hasta jocoso de asuntos atemporales como la ética de Cervantes y sus discursos y consejos a Sancho, la mística arrobadora de Teresa de Ávila, la versatilidad de la poesía de Pombo, la presencia de lo regional universal en Carrasquilla o la conmoción sentimental que ocasionaba María, de Isaacs. En no pocas ocasiones me distinguió el expresidente con la aceptación de que moderara los coloquios que organizamos durante tres lustros en nuestro programa ¡Vive el Español! para el fomento del buen decir, el buen leer y el buen escribir aquí en la Universidad. No parecía fácil ajustar el uso del tiempo con el protagonista de semejante espectáculo de la inteligencia, aunque más de una vez guardó su texto escrito para publicarlo más tarde y prefirió improvisar su intervención, cauto como era en el acatamiento de las reglas generales, porque no se arrogaba ningún privilegio que pudiera restringirles el uso de la palabra a los demás conferenciantes.

Su crítica a la clase política la reiteró en diversos momentos y escenarios. En las campañas presidenciales, la primera de ellas con el respaldo de la Democracia Cristiana, hermosa utopía tan lejana como la distancia sideral que separa la teoría de la práctica, o al humanista y estadista del político inmediatista, explanó ideas que reafirmó en 1990 en la obra citada al comienzo, El homo sapiens se extravió en América Latina: “Por activa o por pasiva, los partidos políticos tradicionales de América Latina tienen la principal cuota de responsabilidad en ese proceso decadente. Por lo mismo, algunos de ellos desaparecieron y otros agonizan en la indecisión de rectificaciones que no llegan a adoptarse. Muchas de las nuevas opciones políticas que se ofrecieron a partir de los años sesenta terminaron encasilladas en los vicios que querían corregir”.

El pensamiento crítico lo aplicó Betancur en el examen de las realidades colombianas y regionales. Los ensayos que publicó dan testimonio de esa condición distintiva del intelectual que no se engaña ni engaña con espejismos. Su Declaración de amor, del modo de ser antioqueño, es un ejemplo elocuente de la trascendencia que le atribuía a nuestro departamento, sin exageraciones paisas cercanas a la caricatura, al tiempo que de la visión realista del pasado, el presente y el porvenir de esta región. En 1973, en un foro realizado en Quirama, concluía así, con una defensa de la joven inteligencia, la ponencia titulada Antioquia en busca de sí misma: “Y finalmente, una insistencia en la importancia de estimular y proteger, por todos los medios al alcance, el papel de la joven inteligencia antioqueña: De sus escritores, de sus pensadores, de sus investigadores, de sus artistas, de todos los que manejan la materia prima de las emociones y de las ideas. Porque si en alguna parte del país estas capas intelectuales están centradas en su ambiente y trabajan con materiales de la realidad, es en Antioquia: Donde la cultura siempre ha tenido vocación por la vida cotidiana y por los problemas dentro de los cuales la gente se debate. Y que, por eso, se mueve también dentro de un público receptivo, ansioso de asimilar los productos de su laboratorio mental. Esas vanguardias independientes pueden procesar y elaborar muy útiles orientaciones y aconsejar derrotero, en una época fluida y cambiante, que quiere una gran rapidez de maniobra si no se quiere quedarse atrás o ir a la zaga, a merced de tardías rectificaciones. Antioquia los necesita, para estar constantemente preguntándoles por su futuro. Ellos representan una preciosa oportunidad para controlar la marcha según los dictados de una democracia efectiva”. Juicio crítico, optimismo realista, confianza en la verdadera antioqueñidad, visión futurista y una dosis razonable de pragmatismo, elementos característicos de ese y los demás mensajes de Betancur a la clase intelectual universitaria que ha forjado la cultura de lo regional universal.

Belisario Betancur encarnó en el país y la época nuestros el Mito del Rey Filósofo del idealismo platónico. Tesis y figura malogradas a lo largo de la historia del pensamiento y de la vida de las naciones, sobre todo en naciones que desdeñan y minusvaloran el humanismo y subordinan la cultura. Momentos excepcionales sí los ha habido, para confirmar la norma histórica de la costumbre, en las presencias de Pericles y su siglo de la inteligencia, de Alfonso Décimo el Sabio y la vigorización del español y las artes y letras desde la Escuela de Traductores de Toledo y de otros protagonistas estelares del humanismo con firmes convicciones éticas en el gobierno. No le faltó razón a García Márquez cuando sentenció que “Belisario no fue en realidad un gobernante que amaba la poesía, sino un poeta a quien el destino le impuso la penitencia del poder”. A propósito, podría hacerse un estudio paralelo entre Betancur y el escritor, ensayista y dramaturgo checo Vaclav Havel, el mismo autor de El poder de los sin poder, promotor de la Revolución de Terciopelo y la Carta de los 77 intelectuales por la libertad y la democracia, último Presidente de Checoeslovaquia y primero de la República Checa. Las ideas de Havel sobre la sociedad y la democracia, el totalitarismo y la transformación de la política y la esperanza puesta en el cambio del estado de cosas, reposan en sus obras. Havel creía que “las palabras son capaces de sacudir toda la estructura del gobierno y pueden ser más poderosas que diez divisiones militares”. Y sostenía en términos ideales, del deber ser, que “A menos que haya una revolución universal en la esfera de la conciencia del hombre, nada mejorará nuestra existencia humana, y la catástrofe a la que se encamina este mundo será ineludible”.

Betancur personificó al intelectual, al humanista universitario, que también ambicionaba una revolución universal de la conciencia del hombre. Predicó y se propuso convertir en finalidad primordial del poder y la política el espíritu de tolerancia, el respeto a la diferencia, la vocación por el diálogo entre los opuestos. Las preguntas continuarán en órbita interminable: ¿En definitiva no son compatibles el humanista y el político, la teoría y la práctica, el deber ser y la realidad en la política? Lo dijo el mismo expresidente y abogado bolivariano en frases que justifican su conclusión de que el homo sapiens se extravió en América Latina: “El dogmatismo ideológico, de izquierda o de derecha, repitió los errores del pasado, a pesar de que el inolvidable líder laborista Harold Laski advirtió con décadas de anticipación que en los dominios de la política no hay fe posible sin un alto margen de duda”. ¡En los dominios de la política no hay fe posible sin un alto margen de duda! Esa fe no se extingue mientras sigan avivándola el humanismo y los portadores del pensamiento universitario.



jueves, 13 de diciembre de 2018

OTRO ESTATUTO DEL PERIODISMO

Por JUAN JOSÉ GARCÍA POSADA

Con motivo del proyecto de ley que restablece el Estatuto del Periodista y la discusión consiguiente.

Estamos devolviéndonos en el tiempo. Con motivo del proyecto de ley que restablece el Estatuto del Periodista se ha reactivado una vieja discusión. Recuerdo cuando debatíamos la propuesta que, al fin, se convirtió en Ley 51 de 1975. Me tocó participar en diversos encuentros con organizaciones gremiales, facultades y medios periodísticos, en mi condición, para aquel entonces, de Presidente del Círculo de Periodistas de Antioquia.  Tomo como base de esta columna lo que he dicho y escrito a propósito entre colegas y estudiantes.

En aquel entonces logramos un texto que, luego de los ajustes, correcciones y agregados obvios, fue expedido con carácter legal. La tarjeta de periodista, aprobada por el Ministerio de Educación, fue un elemento importante del Estatuto, pero no el único, y a pesar de que se colaron muchos advenedizos. Incluso se creó, pero nunca se organizó, un cuestionable Consejo Nacional de Periodismo.

Lo fundamental estaba en que, no obstante los tropiezos y altibajos del Estatuto, se daba un paso adelante en la profesionalización: Facultades y escuelas de periodismo alcanzaron acreditación legal y social. Hubo un período de transición justo y obvio durante el cual pudieron carnetizarse también los periodistas que, sin ser egresados universitarios, demostraran, mediante varios requisitos, que tenían la experiencia, la trayectoria y la solvencia intelectual suficientes para vincularse con nuestra cultura profesional. Hoy en día, creo que un posgrado pertinente puede facultar para el ejercicio periodístico.

Casi un cuarto de siglo más tarde, el Estatuto quedó convertido en letra muerta, por arte de la providencia de la Corte Constitucional que, mediante la ponencia del magistrado Carlos Gaviria Díaz (mi recordado gran profesor de Teoría del Estado e Introducción al Derecho en la Universidad de Antioquia) derrumbó la Ley con argumentos frágiles. En cierta forma, no del todo, dejó el periodismo a merced de paracaidistas, advenedizos, aprovechadores y lagartos.

Sigo creyendo en la necesidad de respaldo legal por medio de un Estatuto, mediante el cual, además, con el Periodismo como disciplina fundante, se consolide la integralidad con la inclusión de la actividad organizacional y las demás áreas de la Comunicación Social. La tarjeta debería ser expedida por agremiaciones, universidades y medios o empresas, con el cumplimiento de ciertas condiciones. Sí es importante como identificación, así como se identifican el abogado, el médico, el psicólogo, etc.

Y no creo, de ningún modo, que tratar de darle entidad profesional al periodismo pueda constituir atentado alguno contra la libertad de prensa. Es un error, que incrementa el alto riesgo de utilizar los medios sin criterio y con detrimento de la credibilidad, graduar de periodista a todo ciudadano que emita contenidos en Facebook o Twitter, sin filtros razonables: “Sea usted el reportero”. Se requiere un periodismo independiente, libre, responsable, que sea guía de perplejos y reivindique el valor de la verdad amenazado por hordas de mentirosos y manipuladores, enredadores y enredados en todas las redes.


Versión corregida de la columna publicada en El Colombiano
el lunes 17 de diciembre de 2018.





lunes, 7 de mayo de 2018

A MIS COLEGAS ESTUDIANTES


Mensaje a mis colegas estudiantes de Periodismo de Opinión
En este curso, en el cual debo reconocer la profesionalidad y el criterio responsable con que ustedes han participado en las reflexiones y actividades programadas desde el comienzo del semestre, pueden faltar algunos elementos que podrían considerarse interesantes, pero lo que no puede quedar al margen es la incorporación de la ética, en particular en relación con el ejercicio del Periodismo de Opinión o Argumentativo.
Por supuesto que este no es un curso de ética profesional. No obstante, de tiempo atrás hemos convenido en la Facultad que en cada una de las materias profesionales se incluyan componentes éticos, para el necesario conocimiento de este aspecto esencial de la cultura profesional y para la identificación de orientaciones que aporten claves de solución a problemas y dilemas como los que se nos plantean día tras día en el trabajo periodístico.
Por consiguiente, hoy dedicaremos parte de la sesión presencial a conversar sobre una faceta principal de la ética del periodista de opinión. Hablo del tema ineludible del colegaje, por cierto muy venido a menos en las deliberaciones de los periodistas. En sesiones anteriores hemos tratado, así sea de paso, acerca de otros aspectos de la ética en el campo de la opinión: Las condiciones del columnista, el Decálogo de Cela, las recomendaciones de Popper, etc. Hoy nos detenemos en el vacío de colegaje que nos corresponde resolver desde el propio ámbito universitario. Es aquí, en las relaciones cotidianas con estudiantes, profesores, miembros de la comunidad administrativa, egresados e integrantes de los demás estamentos universitarios, así como también con los sectores del público vinculados con nuestro trabajo, donde es preciso acreditar unas convicciones y unas actitudes éticas resaltadas por la capacidad de ser buenos colegas, básica para demostrar la bonhomía, la calidad humana, la condición de buenas personas que, en términos sencillos, recomiendan Kapuscinski y otros maestros del periodismo.
Quiero que tengan muy presente esta recomendación: Ya muy pronto, cuando ustedes lleguen a un medio de comunicación, a una empresa, por supuesto que valdrá el puntaje que obtengan en cuestión de capacidades y competencias. Los saberes acumulados, las experiencias exitosas, tienen que ser justipreciados. Pero hoy en día hay una tendencia bienvenida que está abriéndose paso en el medio y los medios: Aquí necesitamos, primero que todo, profesionales dotados de una calidad humana excelente, personas caracterizadas por la bonhomía. En pocas palabras, buenas personas. Buenas personas y buenos colegas, buenos compañeros.
¿Qué es el colegaje? Por extrañas razones, esta palabra no aparece en el Diccionario, pero sí está colega, en la acepción de compañero en un colegio, en una corporación o en un ejercicio. Hay una afinidad obvia entre colegaje y compañerismo.
El compañerismo es el vínculo que existe entre compañeros, así como también la armonía y la buena correspondencia, también entre compañeros. Aunque a veces no lo parezca, si estamos comprometidos con una misma cultura profesional nos vincula la condición de colegas, de compañeros. Más todavía, así algunos no lo reconozcan, en el ejercicio de las tareas docentes y discentes, profesorales y estudiantiles, debe darse esa relación de compañerismo, equivalente a la de colegaje. Estudiantes y profesores somos, ante todo, compañeros. Somos, ante todo, colegas. Y como tales reconocemos unos deberes y unos derechos que nos relacionan y que fortalecen nuestra cultura profesional.
En varios códigos de ética del periodismo está grabado el colegaje como un requisito esencial. Voy a citar en seguida algunos:
“Observar en todo tiempo las obligaciones de fraternidad con los colegas y en ninguna ocasión tomar ventaja injusta e impropia sobre ellos”.
Código de la Asociación de Periodistas de Australia.
“El reconocimiento de la solidaridad profesional debe inspirar a todo periodista una real consideración y entrega a cada uno de sus compañeros.
La confraternidad prohíbe el hacer daño a cualquier miembro de la profesión tanto en sus intereses materiales como morales”.
Código de ética Profesional de los Periodistas Belgas.
“Los periodistas deben ser siempre conscientes de los deberes para con sus compañeros de profesión y no deben pretender privar a estos periodistas de su sustento de vida por medios injustos.
El alcance de las controversias personales en la prensa, en la que el interés público no está implicado, debe ser considerado como algo negativo”.
Código de la Unión Birmana de Prensa.
“El periodista respeta a sus colegas y adopta siempre para con ellos, aunque sean sus adversarios políticos, una actitud propia de colegas que le dicta la solidaridad profesional”.
Carta de los derechos de los periodistas canadienses.
“El periodista no debe referirse a otro periodista en términos deshonrosos a su calidad profesional ni con alusiones destinadas a menoscabar su calidad de tal”.
Carta de ética periodística. Chile.

Cuando comencé mi trabajo docente en esta Facultad, hace ya 46 años (y me honra considerarme el profesor activo más antiguo de esta unidad docente), desde la primera clase traté a mis primeros alumnos, en forma espontánea y sin pensarlo dos veces, como colegas. Formábamos parte de una misma generación con apenas una diferencia de uno o dos años de edad. Lanzábamos la vista hacia unos mismos horizontes y hablábamos un mismo lenguaje. Compartíamos la pertenencia a una comunidad que estaba irrumpiendo en el entorno periodístico y comunicacional, que estaba empezando a abrir camino para la aplicación de nuevos criterios profesionales elaborados en el laboratorio de las ideas, las innovaciones y las transformaciones del campo universitario. Mis primeros alumnos eran colegas, con los que, además, seguí encontrándome pocos meses o años después en las salas de redacción o en cuantos espacios y tiempos en los que nos repartíamos funciones dentro del duro y arriscado trabajo diario. Y fueron pasando los semestres e incluso las generaciones y siempre esa condición de colegas la he afirmado y se ha afirmado, hasta el presente. Colegas excelentes, egresados de esta Facultad, los hay en una larga lista en la región, el país y el exterior, dando ejemplo de calidad humana y profesional.
Es cierto que nos separan a ustedes y a mí algunos años, podría decir que ya casi medio siglo en algunos casos. Pero he creído, con Sabato y otros autores, que la edad es una estación del alma y se puede ser joven, maduro, viejo o anciano de acuerdo con la disposición intelectual, espiritual y anímica, no tanto con el mayor o menor número de canas y arrugas. El invierno, la primavera, el verano y el otoño se suceden en una continua alternancia. Más todavía, en el trabajo intelectual abundan los ejemplos de viejos juveniles, que van aproximándose al siglo y siguen exhibiendo una voluntad y una disposición que envidiarían no pocos jóvenes o adultos.
Y la vivencia diaria en el medio universitario, siempre lo he sostenido sin que se me haya desmentido, tiene una fuerza palingenésica: Valga decir, rejuvenece, renueva, mantiene la energía, las ganas, la voluntad y el espíritu emprendedor e innovador que se respira en el aire del campus y que inspira en la relación con quienes empiezan a asomarse a nuestra misma profesión. Muchos me enaltecen con la denominación de Maestro. Les he pedido que prefieran decirme colega, porque así tendré la certidumbre, que me resisto a catalogar como ilusión o imposible, de que no envejeceré, rejuveneceré cada nuevo día mientras pueda y seguiré atento a los más avanzados desarrollos de las ciencias sociales y de la comunicación y el periodismo, a los últimos escritos de los pensadores de nuestro tiempo, a todo aquello que siga enriqueciéndonos como buenos lectores y como humanistas, en la filosofía, la literatura y las artes, en el derecho y la historia y en fin en las complejas formas de ver el mundo y avizorar el porvenir para ayudar de algún modo a construirlo y forjar nuestro propio destino. Ante todo, sigo siendo un estudiante, un colega estudiante, un lector, pleno de ánimo, de entusiasmo, de voluntad para seguir adelante en la búsqueda de todo aquello que nos aproxime a la verdad y nos aleje del error, que nos haga buenas personas, mejores personas, dignas de seguir participando en la construcción de una cultura profesional a la que hemos aportado algo de nuestro pensar y hacer a lo largo de tantos años.
Su profesor, amigo y colega,
Juan José García Posada
Mayo de 2018




sábado, 21 de abril de 2018

UN PACTO POR EL LIBRO QUE ILUMINA



En este manifiesto se renueva la invitación general a suscribir este Pacto por el Libro que ilumina. Recomendamos que este escrito sea fijado en lugares visibles de bibliotecas, librerías y otros sitios en donde se defienda la cultura bibliográfica. El texto ha sido redactado por Juan José García Posada, Darío Ruiz Gómez y José Guillermo Ánjel Rendó, con la aportación del Café Literario y el Consejo de Lectores del Suplemento Literario de El Colombiano, en septiembre de 2002:

Quienes firmamos este manifiesto que nos reúne en Un pacto por el Libro que ilumina, tenemos presente que en medio de la situación de conflicto en que se debate nuestra sociedad, cuando la barbarie creciente amenaza con destruir los elementos que poseemos de civilización y cultura y con borrar la palabra escrita, se nos impone volver de nuevo al espíritu del libro. Tal parece que en una realidad tan compleja como la nuestra se agotan las posibilidades de salida. Pero la reflexión crítica y la actitud creativa que genera un buen libro posibilitan el hallazgo de nuevas vías, de claves de interpretación y de luces al final del túnel. La buena literatura ilumina y puede generar efectos renovadores y transformadores prodigiosos.

El libro, como instrumento confiable para la percepción y la comprensión de la realidad, permite la búsqueda de una razón ordenadora. Representa la memoria cultural escrita, que permite el análisis de los hechos del pasado, fundamento cierto para la comprensión del presente y de las tendencias que anuncian el porvenir. La cultura bibliográfica ayuda a penetrar en el sentido profundo y verdadero de los fenómenos del aquí y ahora y del allá y entonces, con una amplia perspectiva humana, histórica y universal.

En tiempos como los actuales, ante la confusión creada por las corrientes borrascosas de la globalización, de la revolución informática y de la tiranía de la actualidad, el ser humano circunstanciado y muy en particular el hombre colombiano necesitan el espacio de reflexión que abre el libro para alcanzar a poner orden en el mundo de las ideas y conseguir una lectura atinada de su propio entorno y del acontecer mundial. El cosmpolitismo del viajero real  o del navegante ciberespacial necesitan el sentido de trascendencia y universalidad que infunde el libro.

La crisis de nuestro tiempo es en alto grado una crisis del sentido de lo humano. El libro proporciona argumentos y testimonios suficientes para comprender que en la sociedad actual todavía existe el individuo, a pesar de todo, pero el individuo en función de los otros. Los demás también son seres humanos. Por medio de la cultura del libro es posible humanizar el vivir personal y social y reivindicar la individualidad y la alteridad.

Por consiguiente, al firmar este Pacto por el Libro que ilumina extendemos una amplia invitación a manifestar en todos los ámbitos de nuestra sociedad un respaldo consciente, consecuente y efectivo a la tarea fundamental de las bibliotecas públicas e institucionales como centros de irradiación de la cultura bibliográfica, a los libreros como orientadores de los lectores, a los maestros como responsables de la enseñanza a leer, a la inculcación desde el hogar de la lectura como dedicación entrañable, a los medios periodísticos, los editores y las empresas editoriales en la comprensión y la crítica honorable sobre el mundo de los libros, y al establecimiento de canales de distribución que impidan el almacenamiento estéril de libros útiles en bodegas y archivos.

Quienes firmamos este manifiesto asumimos el compromiso de hacer lo que esté a nuestro alcance, de acuerdo con las diferentes actividades y funciones, por asegurar la permanencia del libro como centro de atención de la sociedad y componente esencial de la calidad de vida y reconocer su condición de factor de cambio de las actitudes y los comportamientos culturales.

Tenemos el convencimiento de que el estado de cosas de nuestra sociedad actual resulta en buena parte del desdén crónico, sistemático, porfiado, contumaz por los libros. Y a propósito recordamos esta sentencia, escrita en la pared de una antigua biblioteca:

“Los libros son amigos leales y silenciosos
que, no obstante, si los desdeñamos, algún día se vengarán de nuestro desprecio”.

(Feria del Libro de Medellín, septiembre de 2002. Relanzamiento el 18 de abril de 2018, en sesión del Coloquio de los Libros, con motivo de las jornadas del Español y el Festival del Libro y la Palabra de la Universidad Pontificia Bolivariana).