viernes, 27 de octubre de 2017


Un siglo de la obra de John Reed

EL TESTIMONIO PERIODÍSTICO
DE LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE

Por JUAN JOSÉ GARCÍA POSADA

(Artículo publicado en el periódico EL QUINDIANO, de Armenia. Versión de la exposición en la tertulia del miércoles 25 de octubre y en el programa radial Coloquio de los Libros).

John Reed y su obra principal, Diez días que conmovieron al mundo, forman un capítulo esencial de la historia del periodismo, pese a que tanto el personaje como su libro han pasado al olvido incluso en el entorno de la cultura profesional. Hace medio siglo había tal vez un interés mayor por el conocimiento de los forjadores de la disciplina periodística, todavía incipiente a comienzos del Siglo Veinte, gracias a la vocación intensa, la consagración a narrar e interpretar la realidad a su alcance con fidelidad a los hechos y la demostración de que para ellos no era ningún descubrimiento que historia, literatura y periodismo constituyeran dedicaciones complementarias.

Esa es una de las cualidades de la obra de John Reed, no sólo de la que relata y explica los acontecimientos previos y culminantes de la Revolución bolchevique, sino de su profundización en la Revolución mexicana en México insurgente.

Otros calificarán (o descalificarán) a este colega estadinense por su militancia socialista desde la época en que estudiaba en la Universidad de Harvard y formaba parte de cofradías dedicadas al estudio y la acción en el campo de la rebeldía ideológica. Reed pasó por el anarquismo y el comunismo y el espíritu libertario.

Algunos más concentrarán su atención en el señalamiento de Reed como un propagandista. Y no faltarán los juicios descalificatorios debidos a las simpatías o las antipatías con el periodista que le declaró su confianza y su adhesión a Pancho Villa o no ocultó su afinidad con Lenin y otros protagonistas de la causa revolucionaria que, si se les diera la razón a los mencheviques y los socialdemócratas de aquella época, habría establecido la alternancia en el poder entre dos despotismos paralelos, el zarista y el stalinista.

En El Mundo, de Madrid, Manuel Hidalgo comenta la aparición de una edición conmemorativa de la obra de Reed y subraya la profesionalidad del reportero: “La confesión de Reed le honra: no fue neutral en la lucha, dice, pero intentó consignar la verdad. Lo lograra o no -las opiniones divergen-, lo que nadie discute es que Reed se comportó como un gran reportero, estuvo en primera línea, asistió a hechos decisivos, habló con líderes y con gente corriente, aportó muchos datos y, en fin, reprodujo de forma indeleble y minuciosa el ambiente en el que transcurrieron los acontecimientos. Otros periodistas, incluyendo a amigos -Albert Rhys Williams- y a su propia esposa -Louise Bryant-, de su mismo ideario, también escribieron libros sobre los mismos sucesos, pero es el suyo el que ha adquirido la condición de clásico imprescindible”.

Lo más importante, lo que en realidad vale la pena estudiar y comprender en la producción intelectual de este reportero, cronista e historiador, mucho más que su ideología y su activismo y las anécdotas consiguientes, más también, claro está, que la recomendación de Lenin “desde el fondo de mi corazón” en el prólogo a la edición norteamericana, es la aportación efectiva desde el trabajo diario como corresponsal de guerra y de conflictos, como enviado especial (acompañado de su mujer, la escritora Louise Bryant), a la configuración de los elementos constitutivos del periodismo moderno:

1) El seguimiento constante de los hechos en su secuencia de antecedentes, situación actual y consecuencias y en el sitio de los acontecimientos. 2) La exhaustividad con afán investigativo en las pesquisas dirigidas a obtener una documentación fiable y tan completa como lo permitieran las circunstancias. 3) La preponderancia del criterio informativo sobre las simpatías, la filiación o la militancia ideológicas y políticas. 4) El tratamiento de la actualidad en sus tres ritmos de diaria, contemporánea e histórica, en un momento en que apenas se insinuaba la carrera por la primicia. 5) El uso de un estilo claro, preciso, directo y sin ambigüedades. 6) La conciencia de la naturaleza histórica y literaria del periodismo.
Esas son las bases sobre las cuales he leído y comprendido esta obra de John Reed. Son esos elementos los que acreditan la importancia capital del libro para los estudiosos del periodismo. Cuando en las facultades de comunicación social se retome la asignatura de historia de la profesión, Diez días que conmovieron al mundo deberá ser una unidad significativa en tal curso. Lo demás es lo de menos. De ningún modo puede catalogarse como un escrito panfletario, proselitista o propagandístico. Pero tampoco es una novela o una obra de ficción, aunque es obvio que, en virtud de las destrezas literarias del autor, sean inevitables las figuras, los giros, las elaboraciones metafóricas propias del género novelesco.

¿Qué tal el vuelo literario y estético de esta descripción? “El camino de la izquierda, por el cual se habían batido en retirada los supervivientes cosacos, conducía, remontando una pequeña colina, a un pueblecillo desde donde se alcanzaba una vista grandiosa de la inmensa llanura, gris como un mar sin viento y dominada por el amontonamiento tumultuoso de las nubes, y de la ciudad imperial, que esparcía sus millares de seres humanos por todas las carreteras. Al fondo, hacia la izquierda, se encontraban la pequeña colina de Krásnoye Selo, el campo por el que en otros días desfilaban los soldados del campamento de verano de la Guardia y donde se extendía la granja imperial. Nada rompía la monotonía de la llanura, aparte de algunos monasterios y conventos cercados de murallas, unas cuantas fábricas aisladas y algunas construcciones grandes rodeadas de terrenos baldíos, destinadas a asilos y orfelinatos”.

Es natural, incluso en el trabajo periodístico narrativo e informativo más exigente, el uso legítimo y ponderado de la ficción para reconstruir escenas, situaciones o episodios en los cuales el autor deba aplicar su capacidad imaginativa para enfatizar en el realismo y si se quiere el patetismo de la obra, sin perjuicio de la sujeción a los hechos.


Desde el prefacio escrito por él mismo pueden captarse el porqué y los alcances y límites de Diez días que conmovieron al mundo. Esta advertencia puede ser suficiente para dejar constancia de la honradez intelectual con que asumió John Reed sus funciones periodísticas hasta su final, víctima de tifo, en Rusia (a donde volvió después de afrontar críticas y acusaciones de espionaje en Estados Unidos), cuando apenas tenía 32 años: “Durante la lucha, mis sentimientos no fueron neutrales. Pero al contar la historia de aquellos días heroicos, he intentado mirar los hechos con los ojos de un reportero concienzudo e interesado en consignar la verdad”.


domingo, 3 de septiembre de 2017

LA VIDA PARALELA DE LA RADIO

Un capítulo del libro LA CIUDAD QUE PERDIMOS, de Juan José García Posada, que presentamos el miércoles 30 de agosto en el auditorio de la Academia Antioqueña de Historia. En el Coloquio realizado intervinieron Darío Ruiz Gómez y Mario Melguizo Bermúdez. La obra puede adquirirse en la Librería de la UPB.


En la escena final de la encantadora película Días de radio, de Woody Allen, al concluir la celebración de la Nochevieja dice uno de los protagonistas: “Me pregunto si las nuevas generaciones sabrán quiénes éramos”. Para los jóvenes, la buena radio es una leyenda, un arcaísmo casi tan risible como las palabras que han entrado en desuso porque hablan de tiempos antiguos. El arquetipo de la producción radiofónica está representado en ese filme, de mediados del decenio de los cuarentas y se prolongó por unos diez años, hasta cuando el prodigio de la televisión empezó a competir con la fantasía sonora transportada por las ondas hertzianas.
La radio era un potente factor de atracción, un congregante familiar y social, una obra de arte incomparable que exigía talento, cultura literaria y humanística, ética del lenguaje, recursividad e histrionismo. Todos los oficios inherentes a la producción eran exigentes, desde la fina capacidad auditiva del operador de sonido, también llamado ingeniero de perillas o control, la dicción sencilla pero elegante del locutor y la modulación acoplada al buen gusto, hasta el poder de síntesis y el estilo redaccional impecables del redactor de noticias o del guionista y libretista.
Nadie que esté del lado del receptor alcanza a captar y comprender la complejidad de un programa de radio, todo lo que se mueve, se gesticula, se acciona con la exigencia del silencio detrás del micrófono y en la amigable cabina de locución. Los oyentes ignoran que la aparente improvisación con que se emiten las voces ha sido el resultado de una tarea seria y disciplinada de preparación que incluye el cuidado de todos los detalles y una experiencia larga y fructífera.
Una de las pérdidas deplorables de Medellín en cincuenta años ha sido la buena radio que en la ciudad era ejemplar, tanto en los campos informativo y recreativo como en la formación de una audiencia que entraba en contacto con la cultura universal en las letras y las artes, en especial la música. Los melófilos de hoy nos formamos en especial gracias a las audiciones de concierto de las emisoras culturales de la Universidad de Antioquia y la Bolivariana y la Radio Nacional. Los horarios de transmisión de las dos estaciones universitarias eran muy limitados: Saludaban hacia las once de la mañana y emitían música hasta las dos o tres de la tarde, para cerrar y reanudar emisiones a las seis de la tarde y hasta la media noche.
En aquella época, la emisora del Alma Mater funcionaba en el tercer piso del edificio de la Biblioteca Central, en la esquina de Girardot con Ayacucho y tenía en los estudios, al lado de la cabina de locución y la sala de control, un buen auditorio con piano de cola, en el que se efectuaban algunas audiciones musicales.
En aquel auditorio ensayábamos los integrantes del Coro del Liceo Antioqueño, dirigido por el maestro Gustavo Sierra Lotero. Sopranos, contraltos, tenores y bajos nos organizábamos con disciplina y entusiasmo para la interpretación del Gaudeamus, el canto distintivo de la vida universitaria, para entonar el himno de la Universidad o para alistar las canciones que formaban el repertorio de nuestras presentaciones en público, por lo general en el Paraninfo y en ceremonias tan elegantes como la de graduación de la Escuela de Enfermería, o en las antiguas instalaciones de la Biblioteca Pública Piloto, de la avenida La Playa. Mientras cantábamos El rey de la orquesta, En la punta de un manzano y, por supuesto, el tradicional Adeste fideles, no con podía evitar la distracción al mirar el silencioso funcionamiento de la emisora a pocos metros de distancia, la entrada del locutor al encenderse el letrero En el aire y el mínimo leguaje de señales con el control de sonido.
Algunos años más tarde, cuando estaba concluyendo el bachillerato, me envolvió en forma definitiva el mundo de la radio. Con el condiscípulo Alberto León Gómez fundé el programa Radar Liceísta, que meses más tarde se transformó en Ventana Estudiantil y sostuve, en la misma Voz de la Universidad, Primera Emisora Cultural en Colombia, durante unos diez años, mientras fui ejercitándome en otras funciones propias de la vida radiofónica. Me tocó ser, en esa escuela de formación profesional, locutor, control de sonido, programador de música selecta, director del noticiero y coordinador general, en mi condición incomparable de monitor del profesor y periodista José Jaramillo Alzate, quien dirigió la emisora durante largos años y nos dejó hacer y deshacer, con paciencia y tolerancia infinitas, a los estudiantes que asumíamos nuestros papeles con una mística y una devoción sin límites.
Años después, al concluir mi carrera de Comunicación Social y Periodismo en el Alma Mater, comenzaría mi otra vida como profesor en la Universidad Pontificia Bolivariana, en 1972, con la cátedra de Radio Periodismo y una actividad intensa con los estudiantes en la HJDI, Emisora Cultural de la UPB, con la que seguiría vinculado sin solución de continuidad. Lo que las emisoras culturales han realizado como universidades del aire por el mejoramiento cualitativo de los oyentes es de un valor inestimable. Se anticiparon medio siglo a las estrategias de internacionalización universitaria. La sensibilidad musical, el acercamiento del mundo a los hogares, la familiaridad con la vida y la obra de los grandes maestros y ejecutantes de la armonía, han sido, junto con otras modalidades de la producción radiofónica, obras de las emisoras culturales, que en nuestro medio, en los tiempos de infancia, adolescencia y primera juventud, en Medellín sólo eran las de las dos universidades más importantes, en alternancia con la Radiodifusora Nacional de Colombia, que sostenía desde Bogotá una exquisita programación.
El día de un radioescucha constante duraba 48 horas, las 24 del horario convencional y las otras 24 de la sintonía, como si la radio creara una vida paralela. Tanto, que presumo que la simplicidad del campo colombiano se trastocó en el momento en que los campesinos comenzaron a escuchar Radio Sutatenza en sus receptores de frecuencia fija. Por supuesto que las escuelas radiofónicas influyeron de modo invaluable en la instrucción y la educación de los hombres del agro, además de descubrirles un mundo nuevo, distinto y complejo, que los periódicos, las revistas y los libros apenas les habían insinuado con sus apariciones esporádicas. La radio causó en el campo un efecto parecido, guardadas las proporciones, al de la invención del fuego y la luz por los seres humanos primitivos, del que trata Steiner en su profundo ensayo sobre La nostalgia del absoluto.
A un amistoso y recordado compañero de clase en el Liceo Antioqueño le debo el conocimiento de cómo funcionaba una emisora comercial en sus propios estudios. Alberto Muncker, casi toda una vida residenciado en Alemania, donde emitía su voz al mundo desde la Deutsche Welle como responsable de los servicios informativos para América Latina, empezó trabajando en la vieja y popular Radio Reloj como locutor y operador de sonido. Lo veíamos en plena acción a través de la vidriera que separaba la cabina de control y locución de la calle Maracaibo. Todos los transeúntes podíamos presenciar el espectáculo de un hombre de radio en acción, escogiendo el corte adecuado en el disco de acetato sobre el tornamesa, conectando el micrófono, dando la hora o leyendo el servicio social. Más adelante, Hugo Alberto viajó a Bogotá, fue muy reconocido en la lectura de noticias en RCN y en televisión en TV Sucesos A3, el noticiero nocturno que dirigía el veterano periodista antioqueño Alberto Acosta Penagos y todavía muy joven se fue para Alemania a trabajar en la gran emisora internacional que transmite desde Colonia. Hace años estuvo de visita en Medellín y Armenia, donde pensaba adquirir un terreno campestre. Pero entiendo que, ya jubilado, decidió vivir en la placidez bucólica de la campiña francesa. El colega de periodismo y abuelidad Óscar Domínguez ha seguido sosteniendo correspondencia con Hugo Alberto.
¿Y cómo empezaba entonces el día del radioescucha? Hablo sobre todo acerca de la diversidad de opciones que encontraba en las ondas corta y larga, o local. El amanecer lo saludaba en la gran mayoría de las emisoras un programa de canciones colombianas. Fue así como aprendimos la letra y la música del amplio repertorio de nuestro folclor musical. Era un alegre despertar con los duetos de Obdulio y Julián, Espinosa y Bedoya, De Antaño, Garzón y Collazos y los Hermanos Martínez o con el coro Cantares de Colombia, más las piezas instrumentales interpretadas al órgano por los maestros Jaime Llano González y Manuel Jota Bernal. Y a las seis, abrían el día las noticias. En Radiosucesos RCN arrancaba con la lectura de los titulares la voz clásica de Luis García, años después locutor de La Voz de los Estados Unidos de América, así como lo fue también el culto y versátil Baltasar Botero Jaramillo. Hacia las seis y media empezaba en la novísima Radio Visión el Radioperiódico Clarín, dirigido por Miguel Zapata Restrepo y locutado por Iván Zapata Isaza, de una velocidad insuperable en la lectura de noticias, con un timbre de voz fuerte y agradable. La segunda voz la hacía Diego Vargas Escobar, quien acababa de llegar del Quindío en una promoción de juveniles hombres de radio proveniente del Viejo Caldas y el Norte del Valle, en la que estaba también el respetable comentarista deportivo Wbeimar Muñoz Ceballos.
Clarín irrumpía con fuerza en el mundo de las noticias. Tenía un formato original, muy asociado con el reporterismo callejero (Desde la calle, en el inconfundible estilo de Clarín), con la crítica y el análisis de los asuntos políticos locales y una patente influencia en las decisiones políticas y administrativas de la ciudad y la región. El Breve concepto de Clarín, del Director, era un editorial que incidía en la vida urbana, así como tenían notable acogida Clarín y el cine, de Humberto López y Clarín dice lo que otros callan, con un cierto acento retador y competitivo. En Clarín hizo su primera escuela radial el consagrado periodista César Pérez Berrío, como reportero de tiempo completo.
Hacia las 8 de la mañana la programación de radio estaba dirigida sobre todo a las señoras. En Caracol arrancaba La simpática escuelita que dirige doña Rita, pero antes era normal escuchar una revista de crítica humorística, La tapa (después fue El corcho), dirigida por el polifacético Humberto Martínez Salcedo, muy célebre como El máistro Salustiano Tapias, de la televisión. Eran los momentos en que las dos más potentes emisoras locales, la Voz de Medellín y la Voz de Antioquia, entraban en cadena con las de Bogotá, Nuevo Mundo y Nueva Granada. Y las locales de mayor tradición y mejor arraigo en la audiencia, además de las ya dichas, eran Emisora Claridad, Radio Nutibara, Ecos de la Montaña, Radio Libertad y la Voz del Triunfo, cada una especializada en un tipo de programación, noticiosa, musical o de concurso, pero con énfasis en la atención de la familia. Aparte menciono La Voz de las Américas, de José Nicholls Vallejo, muy definida en su orientación hacia la gente del campo, con su Guasquilandia, su Mexicaneando y el muy tradicional programa de villancicos, que anticipaba la Navidad para fines de octubre, antes de que la adelantara el comercio.
Había deliberación sobre los objetivos de la radio. Programar no consistía sólo en armar la torta de emisiones musicales sin ton ni son. Aunque eran escasas e incipientes las encuestas de preferencias, los directores y realizadores de la radio de entonces tenían una fina capacidad de percepción sobre los gustos de los oyentes y acertaban en la elección de las audiciones y la formación de equipos competentes de locutores y radioactores. Uno de tales grupos hizo escuela, en Radio Nutibara, dirigida por Jaime García Lobo, donde eran de rutina los dramatizados, como El mundo sigue girando, que se emitía hacia el meridiano.
El radioteatro tuvo su época de esplendor en aquel entonces. Una empresa líder en ese campo fue Radioprogramas América, desde donde se producían series inolvidables como las aventuras de Milton el Audaz, por La Voz de Medellín. En esas producciones participaban Marco F. Eusse, Carlos Mejía Saldarriaga y otros personajes estelares de la radio que protagonizaban, además, el ejercicio de ilusionismo que nos creaba a los oyentes las siluetas, las figuras humanas y las imágenes que podían contradecir las originales, gracias a la magia de la voz.
Las voces femeninas eran seductoras. No siempre correspondían a la realidad. Incluso en buena parte de las ocasiones las damas que las emitían carecían de atractivos físicos, no despertaban ni la más mínima atracción cuando las veíamos actuando en el escenario del radioteatro de RCN, o en el de Caracol. Conocerlas en vivo y en directo causaba por lo general una gran decepción: ¿Con que esa era la mujer embrujadora que nos hablaba todas las tardes, la que encarnaba los papeles de princesa, de pretendida por los galanes de la radionovela?
Hubo una serie deliciosa, en los mismos años de El capitán Silver y su goleta Lobo del Mar, y era Los tres Villalobos, adaptada en el ámbito local de una producción cubana. Es una obra que hoy en día está en el olvido, pero que he evocado y he localizado además en la red y que marcó entre los decenios del cuarenta y el cincuenta el momento de transición del texto impreso a la versión radiofónica y más adelante a la cinematográfica. Los tres Villalobos fue un símbolo del relato de aventuras, gracias a la creación del autor cubano Armando Couto. Al principio circuló en folletines, es decir en publicaciones en serie, así como en revistas. Muy pronto se transfirió al lenguaje de la radio e inauguró una época dorada de las radionovelas, primero en Cuba y después en varios países hispanoamericanos, entre ellos, claro está, el nuestro.
Fue a mediados de los cincuentas cuando llegaron Los tres Villalobos a la radio colombiana, en particular a La Voz de Medellín, de RCN, mediante la versión producida por el elenco de radioactores de aquella emisora. Miguelón, Rodolfo y Machito, los tres hermanos Villalobos, eran unos justicieros que se jugaban la vida en la persecución de bandidos y asaltantes de caminos. Entre esta novela trasladada a la radio y Dick Turpin, Robin Hood, el Curro Jiménez español y otras de vaqueros aguerridos de distintas épocas hay notorias similitudes. También a mediados de los cincuentas se rodó en México la película (que incluso puede verse completa en internet) y fue en los momentos estelares de la televisión cuando la obra se difundió en serie por la pantalla chica. Los escenarios de las aventuras de los hermanos Villalobos fueron al comienzo en Cuba (en tiempos de desalojo de los campesinos durante la dominación colonial norteamericana), pero bien pueden considerarse como no lugares, es decir esos espacios indefinibles donde discurren historias que tienen un toque universal y pueden asociarse con las tierras del Lejano Oeste.
En la recordada serie radial, los tres personajes potenciaban el atractivo de la voz, hasta el punto de que el radioescucha se imaginaba que los tres actores eran individuos fornidos y de elevada estatura, cuando en realidad los locutores que los representaban eran, por casualidad, de estatura menos que mediana, como lo descubrí en una ocasión en que alcancé a visitar los estudios de grabación de la serie y vi a los protagonistas en acción.
La radio tenía en aquel entonces el poder mágico, la capacidad de sugestionar de tal modo que el oyente se sentía viendo una película o siguiendo episodios de la vida real: Tales eran el verismo, el patetismo y la capacidad de crear imágenes con palabras, con el recurso de los efectos sonoros. Era la radio comercial de ahora tiempos, la que seguiremos extrañando como una historia que se transformó en leyenda. Más todavía, aunque la película resultó entretenida, nunca será superior a la serie radiofónica. Era magistral, por el lenguaje, por la narración, por el suspenso que sostenía la serie, de sólo treinta minutos diarios a las dos y media de la tarde y, claro está, por la capacidad de guionistas, actores y realizadores, de mantener al oyente en tensión y atento a un prodigio sonoro que lo transportaba a otras dimensiones. La aventura de la novela se vivió también en la radio, en aquella época en la cual las ondas hertzianas eran el medio de difusión de contenidos de verdadera calidad en materias de información y entretenimiento. Los tres Villalobos fue una novela de aventuras que impulsó la buena radio de hace más de cinco decenios.
La radio en las noches era una invitación a la vigilia divertida. En los días hábiles de la semana, hacia las ocho no podía uno dejar de escuchar los episodios intrigantes de Las aventuras del famoso detective chino Chan Li Po. El suspenso era la palabra clave. El fondo sonoro y los efectos especiales acentuaban la expectativa de cada oyente. La astucia y la capacidad deductiva del investigador se combinaban en una presentación que parecía de película. Radio Visión, en sus primeras emisiones, se apuntó un éxito notable con semejante dramatizado, modelo de estupenda producción radiofónica. Tan cuidadosos como las investigaciones eran los parlamentos, la actuación y el respaldo musical. Era una obra de arte de la radio policíaca.
Era el radioteatro de alta calidad. Y la pauta en esta materia la marcaban las realizaciones dominicales, por RCN, del Teatro de Marina Ughetti, una dama española dueña de hermosa voz y sensibilidad artística excepcional, que formó un equipo excelente para emitir cada sábado las versiones radiales de obras de renombre del teatro universal. Gracias a estas audiciones nos llegaron no pocas obras de Alejandro Casona y Enrique Ibsen, que recuerde ahora pasado más de medio siglo. La familia se reunía en torno del receptor a gozar o padecer los momentos revividos por los radioactores en representaciones impecables, grabadas y editadas, como pude apreciarlo muchos años después, en un sencillo estudio de la Voz de Medellín en el cual los intérpretes se turnaban el paso al micrófono para decir sus parlamentos, mientras el control escogía los discos de efectos de motor de automóvil, tormenta, ruidos del bosque, gente bulliciosa y muchas otras ayudas acústicas, que, si no estaban grabadas eran simuladas en el mismo estudio por un experto en sacarle al micrófono el trote de un caballo, el golpeteo de una puerta y los demás sonidos y ruidos de ambiente que le infundían realismo a la obra.
Las plantas físicas de las emisoras, para que fueran completas, debían tener un radioteatro, que debía colmarse de público en las tardes o las noches, de acuerdo con la programación que se emitía en vivo y en directo o que se grababa con alguna anticipación. Todavía éramos niños cuando en el radioteatro de Emisora Claridad, situado en el crucero de la avenida de La República y la carrera Cúcuta, presenciábamos en la tarde de cada sábado el especial del programa infantil que dirigía el Tío Pepe, un conocido locutor llamado Antonio González Aguirre. Asistíamos niños de San Benito y sus contornos. Unos cantaban, otros contaban algún chiste y unos cuantos recitábamos un poema sencillo como La paloma torcaz o La abeja. En los intervalos de comerciales nos tocaba complementar la promoción del animador, que decía: Peinol, el fijador moderno… y todos debíamos gritar: ¡Que peina mejor! – así apenas alcanzáramos a imaginarnos qué era un fijador. De cada audición salíamos con los bolsillos llenos de chicles y confites que nos habíamos ganado por nuestra participación o por nuestros aplausos.
Y los mejores radioteatros eran los de la Voz de Medellín y la Voz de Antioquia. Se llenaban noche tras noche de espectadores que iban a conocer, admirar y aplaudir a grandes artistas de fama internacional. Cantantes colombianos como Carlos Julio Ramírez, Víctor Hugo Ayala, Alba del Castillo, Lucho Ramírez, Los tolimenses, ampliaron su prestigio en los radioteatros. Por Medellín pasaba el meridiano de la radio artística. Y cada emisora de respeto contaba con su propia orquesta, dirigida por maestros de jerarquía, como Pietro Mascheroni en RCN. No pocos cantantes comenzaron como concursantes en programas como La hora Noel del aficionado, que animaba Carlos Mejía Saldarriaga con su voz potente y elegante. Concursos como El peso Fabricato y Coltejer toca a su puerta aseguraban el respaldo a la radio por las mayores empresas industriales de la ciudad de entonces. Y en materia de concursos no faltaba el fomento del saber, en Los catedráticos informan, donde la erudición estaba representada por el profesor catalán Juan de Garganta, el historiador Joaquín Pérez Villa y el versátil periodista y políglota Antonio Panesso Robledo, profesores de la Universidad de Antioquia y dueños de memoria prodigiosa y cultura general sorprendente. Pocos años más tarde fue muy popular, en Radio Sinfonía, que reemplazó a Radio Libertad, el programa Gánese el punto, que se emitía a las once de la mañana y las ocho de la noche y en el que participamos de modo constante como concursantes y mis hermanos y yo logramos ganar algunos premios que nos entregaban los dos animadores, Gustavo Barreto y Jimmy Álvaro Vega, en los estudios de la emisora, una cuadra arriba del parque de Bolívar, sobre la carrera Sucre.
Los estímulos a los oyentes eran señuelos de estaciones como Radio Nutibara, que llamaban a las casas para chequear la sintonía. Había que responder qué programas se escuchaban con más asiduidad. El premio, que se reclamaba en el edificio Cárdenas, o del Portacomidas, frente a la plazuela Nutibara, era un disco de 78 revoluciones por minuto, prensado por producciones Silver y Peerless. Reunimos varios, que sólo pudimos escuchar en casa años más tarde, cuando tuvimos tocadiscos y radiola, elementos de lujo en los hogares, tan escasos como los televisores, que eran todavía exóticos en el vecindario. El receptor de radio no había sido destronado a mediados de los cincuentas. Era el rey sonoro de la familia, instalado en la mejor esquina de la sala.
Los oyentes de tiempo completo, que aprendimos a ser noctívagos con un receptor de radio encendido hasta el amanecer, no podíamos perdernos a la media noche el programa Los fantasmas se divierten a la hora de las brujas, presentado por un locutor imaginativo y simpático, el argentino Humberto Vílchez Vera, padre de dos mujeres que han ganado merecido prestigio en la televisión regional, Olga y Lucero Vílchez. Vílchez Vera comenzó en Radio Libertad y siguió en otras emisoras locales. Hablaba de espantos, de noticias frescas, de anécdotas y de música y canciones. Nos tocó estrenar con él los primeros receptores de transistor que llegaron a Medellín. Eran rarezas que además resultaban demasiado costosos, no por el precio de compra sino porque gastaban las pilas en pocas horas. La gran ventaja de estos pequeños artefactos consistía en que podían conectárseles audífonos y no perturbaban el sueño del resto de la familia.
No debo decir nombres propios, por elemental consideración de respeto a las aludidas, pero es verdad otra vez que la presencia corporal no se compadecía con el encanto de la voz en muchas de las mujeres de la radio. Tal vez en su novela El embrujo del micrófono lo hacía notar así una talentosa escritora y guionista, Magda Moreno, nacida en el mismo pueblo, Santo Domingo, de Tomás Carrasquilla y Francisco de Paula Rendón. A lo largo de mi paso por la radio me acostumbré a esa penosa realidad: El concepto de belleza se relativiza al descubrir la contradicción entre la presencia oral que nos llega a los receptores y la presencia tal cual de las locutoras, de casi todas, porque he conocido excepciones primorosas. La radiodifusión, en aquel entonces, sí que mejoraba a los seres humanos. A los oyentes, porque ayudaba a la educación y la cultura, la apreciación estética, la formación del buen gusto, al entretenimiento felicitario. Y a los hacedores de la radio, porque embellecía de modo asombroso a las feas y les ayudaba a conservar oculta la fealdad como una suerte de secreto.
La radio, en esa faceta, era en aquella Edad de Oro una fantasía, una hermosa ilusión, una especie de mentira piadosa, una embrujadora vida paralela, que, ante todo, exaltaba la voz como una de las cualidades primordiales del ser humano. Medio siglo después, en cambio, la radio dejaría de ofrecer innovaciones cautivantes. Sus protagonistas llegarían a ser conocidos por la televisión, el streamming y la señal en internet, en Youtube o en las redes sociales, o por las fotografías de periódicos y revistas. Con el paso del tiempo tenía que esfumarse aquel engaño encantador de los mejores tiempos. Esas voces, aquellas voces, “se alejan cada vez más, se alejan...” como termina la película Días de Radio.

martes, 29 de agosto de 2017

EL SOFISMA DE LA RAZÓN SOLITARIA

Por JUAN JOSÉ GARCÍA POSADA

Justificación ética del razonamiento sobre la argumentación periodística, necesario para enriquecer las bases filosóficas y metodológicas del periodismo de opinión o argumentativo. Si bien es cierto que la argumentación se ha desarrollado en la filosofía, el derecho y la teología y otras disciplinas, en el periodismo ha faltado un planteamiento que sea concordante con el dinamismo y los avances de la cultura profesional y, en particular, la presencia influyente de las audiencias, que deben tenerse presentes para argumentar de cara a la realidad y las expectativas de la gente.

Suele decirse que la razón se defiende sola, así como también sucedería con la verdad y el derecho. Es un sofisma. La razón solitaria, expósita, puede quedar condenada a la derrota. Por lo menos al desconocimiento. Por desánimo, negligencia o descuido, razones de peso pueden diluirse hasta desaparecer.

En el trabajo intelectual de opinar en busca de sentido para interpretar los hechos de actualidad, abstenerse de defender la razón con argumentos puede equivaler a un acto de irresponsabilidad. Es erróneo presumir que los motivos, los argumentos, estén implícitos y no sea necesario defenderlos mediante un agudo y sostenido ejercicio dialéctico.

Cuando se cree que se tiene la razón, hay que defenderla. No hacerlo implica la posibilidad de hacer concesiones inaceptables. No argumentar con la falsa idea de que, así permanezcamos en actitud pasiva, la gente comprenderá y nos reconocerá que nos asisten los mejores motivos, es un disparate. Por supuesto que opinar y argumentar comportan un ejercicio libre. El comentarista puede opinar o dejar de opinar. Una decisión puede ser activa o pasiva. Sin embargo, es cuestionable la eticidad de mantener silencio cuando se está ante el deber de actuar y decir. Puede tratarse de un silencio cómplice, de un silencio culposo.

Ante la realidad, el buscador de sentido puede asentir o disentir, estar de acuerdo o discordar. Pero no es aceptable ni recomendable mantenerse en silencio, a menos que tal actitud se justifique por motivos de necesaria prudencia. Es cierto que hay circunstancias en las cuales puede aceptarse guardar silencio y dejar la argumentación para cuando sea propicio exponerla. A veces hay riesgos inútiles, que no tiene sentido asumir: La inminencia de peligro mayor, la esterilidad de una argumentación porque se tiene la certidumbre de que nadie va a escucharla o a comprenderla, etc. Son situaciones en las cuales resulta apenas obvio que priman la protección de la vida, la integridad o la seguridad y la salvaguarda misma de la verdad que vaya a defenderse. Pero, salvo en tales momentos, abstenerse de argumentar puede carecer de justificación y más bien puede interpretarse como una demostración de pusilanimidad, de falta de coraje o de indiferencia para asumir una responsabilidad.

Ni la razón, ni la verdad, ni los derechos se defienden solos. El dicho popular según el cual “la razón pelea sola” es falaz. Así como los valores no son por ellos mismos sino que valen y, por consiguiente, hay que hacerlos valer, también los derechos, las verdades y la razón deben hacerse valer para que merezcan reconocimiento. Es un deber ético de primer orden. Un derecho puede estar definido y consagrado por la ley, pero si no se hace valer se queda en la abstracción hasta diluirse y perderse.


De ahí, entonces, el porqué de la eticidad de la argumentación y del consiguiente ejercicio dialéctico. Argumentar no es una dedicación felicitaría, un entretenimiento (que, de hecho, podría serlo, claro está, pero no es esa su verdadera justificación). Es una tarea de profundo contenido ético para quien identifica y asume el deber de contribuir a la búsqueda de sentido, a la exploración de la razón de ser de los hechos, a la explicación del porqué de los fenómenos que circulan en el entorno de la actualidad y el interés público, más todavía en momentos en que la razón está siendo amenazada por la sinrazón de la fuerza y la verdad parece condenada a desaparecer. Argumentar con las mejores razones no es sólo un divertimento sino un compromiso inherente al trabajo interpretativo del comentarista.




martes, 22 de agosto de 2017

EL SINSENTIDO DE LA POLARIZACIÓN

Por Juan José García Posada

La polarización en el campo de las actitudes intelectuales frente a la realidad, cuando se apoya en el capricho arcaico de la división entre izquierdas y derechas, encierra un total sinsentido. Es absurda. No es razonable. Reduce las ideas a dos polos opuestos, entre los cuales no suele aceptarse que haya matices, tonalidades, diversidades.

Una de las conclusiones que pueden obtenerse de la entrevista con la politóloga guatemalteca Gloria Álvarez en Argentina, así como de la lectura y la apreciación de varias de sus intervenciones recientes en diferentes escenarios de América Latina, consiste en que invita a asumir posiciones de verdad independientes, a hacer a un lado la sujeción a veces ciega y torpe a determinadas ideologías y a la simplificación de todos los ejercicios dialécticos mediante la división facilista entre izquierda y derecha.

Ante la complejidad de las realidades sociales, políticas, económicas y culturales de nuestras naciones y nuestros continentes, hoy en día no es posible alcanzar una aproximación sensata a la verdad si no nos despojamos de las contramarcas de izquierda o derecha. Ambos extremos, además, suelen tocarse, tener afinidades que parecen paradójicas, asociarse y asimilarse en no pocos enfoques. 

Pero, sobre todo, esa polarización es excluyente, encierra en el todo o nada, descalifica las posiciones independientes y no comprometidas y hace que se diluya la posibilidad de encontrar alternativas diferentes, porque siempre se estará pensando con sujeción a los cánones rígidos de uno de los dos extremos ideológicos.

El estricto e inflexible sometimiento a los dictados ideológicos lleva implícita una inaceptable negación de la libertad. Es una claudicación, una cesión penosa de la independencia crítica, en todo contraria a la que debe ser la auténtica vocación del intelectual, llamado a mantener una distancia inteligente frente al caudal de la realidad. 

Dejarse envolver por los hechos puede conducir a un deplorable naufragio y, por supuesto, a la renuncia imperdonable al derecho de opinar de acuerdo con la propia conciencia.

En la tríada de derechos que explica Gloria Álvarez están la vida, la propiedad (física y mental) y la libertad. Por consiguiente, recortar la libertad y hacer concesiones con desmedro de la propiedad mental es algo que puede causar una limitación del derecho a una vida digna.

¿Qué sentido tiene formarse, educarse, leer y estudiar, buscar la interpretación honrada de los acontecimientos y pretender que cambien las circunstancias, si no se defiende el deber de hacer valer los derechos fundamentales (aceptemos que sean los tres enunciados) y sostener una distancia crítica y una independencia tales que nos impulsen a vivir con sentido y con fidelidad inquebrantable a la propia conciencia?


lunes, 7 de agosto de 2017

LA CIUDAD QUE PERDIMOS

Cuando la noche era silenciosa

Juan José García Posada


En la Librería de la UPB