Por Juan José García Posada
Es probable que mi punto de vista sea el equivocado ahora cuando trato de
atinar una respuesta al porqué de la reticencia a la argumentación como base de
cualquier discusión respetable. Hay una extraña resistencia al uso de los
recursos propios de la racionalidad ilustrada, como si se tratara de un afán
por regresar a la edad de la infancia intelectual y no querer avanzar hacia la
mayoría de edad kantiana.
Las emociones, los sentimientos, los pareceres y caprichos, formas
arbitrarias y facilistas que degradan el trabajo intelectual, son por lo
regular los modos más utilizados en los intercambios verbales que suelen
efectuarse incluso en entornos tan respetables como el universitario. Tenemos
amigos y presuntos interlocutores, no importa si se trata de contradictores,
que prefieren cambiar de acera, dejar de saludar, con tal de eludir el diálogo
basado en la expresión de consideraciones lógicas, de razonamientos que, así no
resuelvan ningún problema ni nos pongan de acuerdo, por lo menos hacen posible
una tarea civilizada que deje constancia de la capacidad de confrontación
tolerante y alejada cuanto sea posible del simple alegato que sitúa a los
rivales a un paso de las vías de hecho y de convertir el escenario de la
deliberación en un cuadrilátero para el discutible deporte del boxeo.
El argumento se aleja y el golpe bajo, el denuesto, el insulto, el
irrespeto, si no el agravio, se acercan y envilecen el intercambio de ideas. Es
una forma que por desgracia está volviéndose habitual en medios catalogados
como dignos de mejor suerte, de la realización de espectáculos de la
inteligencia y no simples funciones de agresión en las cuales se compite por
alcanzar el trofeo de campeón de la visceralidad y el primitivismo.
Cómo se ha degradado la inteligencia. Cómo se extraña la falta de formulaciones
lógicas. Tiene que estar muy diezmada una sociedad cuando los llamados a ser
sus mejores exponentes y los transformadores y renovadores de las costumbres
pasan a convertirse en contendientes implacables enceguecidos por un lenguaje
que los hace abominables por intimidatorios.
El miedo al argumento es característico de los días que pasan. Representa
una involución desgraciada. Es un miedo que surge del reconocimiento de la
propia inferioridad para poner a funcionar la inteligencia y de la presunción
de que el contrario tiene derecho a ser el triunfador por la razón de la
fuerza, no por la fuerza de la razón. Argumentar es un derecho y un deber de
obligatorio cumplimiento. Al menos así debería considerarse en espacios y
tiempos como los de la vida universitaria. Derecho inalienable, así traten de
arrebatárnoslo quienes, como defensores de la superficialidad y la línea de
menor resistencia, se empecinan en desacreditar y desconceptuar el ejercicio
lógico, la utilización de la dialéctica. Deber de obligatorio cumplimiento,
porque la negación del argumento, el desdén por la argumentación, son pasos
previos a la declaración de que somos inferiores en materia de educación para
el diálogo que construye, para la controversia civilizada.
Es inaceptable que el rechazo del argumento, sea por miedo a la
superioridad del que no argumenta o por simple pereza intelectual, se convierta
en hábito de la vida universitaria. No quiero ser profeta de desastres, ni
acepto el casandrismo como actividad legítima del intelectual, pero al paso que
vamos ese es el rumbo que está siguiéndose. Deber ético de los universitarios integrales
es trabajar para impedir ese descaecimiento deplorable, antes de que sea
demasiado tarde. ¿Dónde quedan, entonces, los razonamientos que se han hecho
sobre la misión trascendental de la corporación llamada universidad de ser
cerebro y conciencia crítica de una sociedad, de ser generadora de innovación e
impulsora del cambio que ayude a andar hacia arriba y hacia adelante y a abrir
nuevas fronteras? La ausencia de argumentación puede señalar, así como está señalándolo
la descalificación de las humanidades y las sociales, caídas en desgracia ante
el avance de las actividades utilitarias que reportan beneficios económicos, de
poder y de prestigio, pero no enriquecimiento espiritual, como disciplinas
esenciales, puede señalar el final deplorable de la institución universitaria.
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