jueves, 28 de marzo de 2019

EL ARGUMENTO, A PESAR DE LAS SINRAZONES



Por Juan José García Posada

A pesar de la generalización notoria de una actitud de reticencia ante la necesidad ética de argumentar y hacer valer la fuerza de la razón sobre la razón de la fuerza, no renuncio al argumento y seguiré defendiéndolo.

El entorno es no sólo indiferente sino también hostil. Argumentar es apartarse de un común sentir que está en conflicto con el sentido común. Donde quiera que pretenda intervenir, sea en una conversación trivial de cafetería, en un espacio de cierta seriedad como el académico y, con mayor frecuencia en las reuniones familiares y domésticas, si llego con ánimo de discutir mediante el ejercicio aceptable de la racionalidad y la demostración de que puedo interponer recursos originados en la lógica y la dialéctica, siento de inmediato el rechazo, unas veces explícito y las otras manifiesto, de mis presuntos interlocutores.

¿Debo reconocer, entonces, que en cada uno de esos casos he vuelto a equivocarme? Por supuesto que no. Me empecino en sostener que los equivocados son los otros. Porfío en la certidumbre de que he escogido el camino acertado, el de preferir el argumento y no el epíteto insultante, la frase emotiva y desobligante, el denuesto, la descalificación de los motivos que podrían exponerse de modo ponderado y hasta el insulto y el agravio.

Esa negación del argumento como componente esencial del diálogo se traslada de las relaciones habituales a las que se efectúan mediante las llamadas redes sociales, que se degradan hasta volverse, en estos casos, redes antisociales. Abro Facebook, la red social que suelo utilizar para procurar un contacto frecuente con unos dos mil individuos a quienes he incluido de manera formal como integrantes de la lista de mis amistades, así con algunos de ellos la relación haya sido esporádica y distante. Alguien propone un tema de discusión. Expone su opinión personal. Y es seguro que en pocos minutos tendrá una respuesta que, en caso de ser discordante, comenzará con la desconceptuación: “Tiene uno que ser muy estúpido para sostener semejante mentira en esta red social”.

Semejante frase introductoria anuncia no una discusión basada en las condiciones de la controversia civilizada, sino, cuando más, un alegato en el cual puede llegar el momento en que los dos contradictores, no, los dos contendores, pasarían a las vías de hecho si estuvieran viéndose y oyéndose en un mismo recinto y no separados por la informática y sólo visibles o audibles por medio de la pantalla del computador.

En cierta forma, Facebook y las demás redes sociales tienen esa ventaja, por qué no: La de mediar y evitar enfrentamientos cuerpo a cuerpo entre los opuestos. No digo que se atenúen el peso y los efectos de los insultos, pero al menos se garantiza que los dos rivales no van a volver la discusión un evento boxístico.

La ausencia de argumentos, el desdén por el buen uso de las posibilidades y potencialidades de la razón, son característicos de una sociedad en la cual se está demasiado lejos de alcanzar los mínimos indispensables para que haya una verdadera cultura de la discordancia. Hay miedo a discordar, porque no se ha adquirido ese hábito.

Una de las fallas más protuberantes de la educación que se imparte y se recibe en países como el nuestro consiste en que se opta por la línea de menor resistencia, que comporta la negación del derecho al uso de la razón. Habrá algunos programas de radio y televisión que propicien el debate, la discusión abierta, la polémica, pero escasean. Con enorme facilidad se pasa, incluso cuando participan interlocutores o ponentes ilustrados, de la razón a la sinrazón, de la discusión al alegato cargado de emociones.

Pero lo que sucede, como queda dicho, en las llamadas redes sociales, es entonces un espejo de lo que está pasando todos los días, en todos los momentos, en los entornos laboral, estudiantil y académico y familiar: La gente cada vez se aparta más de la razón y parece como si sintiera un sometimiento a la fuerza irresistible de la sinrazón. No obstante, sigo siendo un defensor convencido, así no sea convincente, del argumento como garantía de aproximación de los contrarios, de tolerancia y convivencia y de la bondad del diálogo que nos libra del enfrentamiento primitivo.


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