jueves, 28 de marzo de 2019

¿QUIÉN DIJO MIEDO AL ARGUMENTO?


Por Juan José García Posada

Es probable que mi punto de vista sea el equivocado ahora cuando trato de atinar una respuesta al porqué de la reticencia a la argumentación como base de cualquier discusión respetable. Hay una extraña resistencia al uso de los recursos propios de la racionalidad ilustrada, como si se tratara de un afán por regresar a la edad de la infancia intelectual y no querer avanzar hacia la mayoría de edad kantiana.

Las emociones, los sentimientos, los pareceres y caprichos, formas arbitrarias y facilistas que degradan el trabajo intelectual, son por lo regular los modos más utilizados en los intercambios verbales que suelen efectuarse incluso en entornos tan respetables como el universitario. Tenemos amigos y presuntos interlocutores, no importa si se trata de contradictores, que prefieren cambiar de acera, dejar de saludar, con tal de eludir el diálogo basado en la expresión de consideraciones lógicas, de razonamientos que, así no resuelvan ningún problema ni nos pongan de acuerdo, por lo menos hacen posible una tarea civilizada que deje constancia de la capacidad de confrontación tolerante y alejada cuanto sea posible del simple alegato que sitúa a los rivales a un paso de las vías de hecho y de convertir el escenario de la deliberación en un cuadrilátero para el discutible deporte del boxeo.

El argumento se aleja y el golpe bajo, el denuesto, el insulto, el irrespeto, si no el agravio, se acercan y envilecen el intercambio de ideas. Es una forma que por desgracia está volviéndose habitual en medios catalogados como dignos de mejor suerte, de la realización de espectáculos de la inteligencia y no simples funciones de agresión en las cuales se compite por alcanzar el trofeo de campeón de la visceralidad y el primitivismo.

Cómo se ha degradado la inteligencia. Cómo se extraña la falta de formulaciones lógicas. Tiene que estar muy diezmada una sociedad cuando los llamados a ser sus mejores exponentes y los transformadores y renovadores de las costumbres pasan a convertirse en contendientes implacables enceguecidos por un lenguaje que los hace abominables por intimidatorios.

El miedo al argumento es característico de los días que pasan. Representa una involución desgraciada. Es un miedo que surge del reconocimiento de la propia inferioridad para poner a funcionar la inteligencia y de la presunción de que el contrario tiene derecho a ser el triunfador por la razón de la fuerza, no por la fuerza de la razón. Argumentar es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento. Al menos así debería considerarse en espacios y tiempos como los de la vida universitaria. Derecho inalienable, así traten de arrebatárnoslo quienes, como defensores de la superficialidad y la línea de menor resistencia, se empecinan en desacreditar y desconceptuar el ejercicio lógico, la utilización de la dialéctica. Deber de obligatorio cumplimiento, porque la negación del argumento, el desdén por la argumentación, son pasos previos a la declaración de que somos inferiores en materia de educación para el diálogo que construye, para la controversia civilizada.

Es inaceptable que el rechazo del argumento, sea por miedo a la superioridad del que no argumenta o por simple pereza intelectual, se convierta en hábito de la vida universitaria. No quiero ser profeta de desastres, ni acepto el casandrismo como actividad legítima del intelectual, pero al paso que vamos ese es el rumbo que está siguiéndose. Deber ético de los universitarios integrales es trabajar para impedir ese descaecimiento deplorable, antes de que sea demasiado tarde. ¿Dónde quedan, entonces, los razonamientos que se han hecho sobre la misión trascendental de la corporación llamada universidad de ser cerebro y conciencia crítica de una sociedad, de ser generadora de innovación e impulsora del cambio que ayude a andar hacia arriba y hacia adelante y a abrir nuevas fronteras? La ausencia de argumentación puede señalar, así como está señalándolo la descalificación de las humanidades y las sociales, caídas en desgracia ante el avance de las actividades utilitarias que reportan beneficios económicos, de poder y de prestigio, pero no enriquecimiento espiritual, como disciplinas esenciales, puede señalar el final deplorable de la institución universitaria.



EL ARGUMENTO, A PESAR DE LAS SINRAZONES



Por Juan José García Posada

A pesar de la generalización notoria de una actitud de reticencia ante la necesidad ética de argumentar y hacer valer la fuerza de la razón sobre la razón de la fuerza, no renuncio al argumento y seguiré defendiéndolo.

El entorno es no sólo indiferente sino también hostil. Argumentar es apartarse de un común sentir que está en conflicto con el sentido común. Donde quiera que pretenda intervenir, sea en una conversación trivial de cafetería, en un espacio de cierta seriedad como el académico y, con mayor frecuencia en las reuniones familiares y domésticas, si llego con ánimo de discutir mediante el ejercicio aceptable de la racionalidad y la demostración de que puedo interponer recursos originados en la lógica y la dialéctica, siento de inmediato el rechazo, unas veces explícito y las otras manifiesto, de mis presuntos interlocutores.

¿Debo reconocer, entonces, que en cada uno de esos casos he vuelto a equivocarme? Por supuesto que no. Me empecino en sostener que los equivocados son los otros. Porfío en la certidumbre de que he escogido el camino acertado, el de preferir el argumento y no el epíteto insultante, la frase emotiva y desobligante, el denuesto, la descalificación de los motivos que podrían exponerse de modo ponderado y hasta el insulto y el agravio.

Esa negación del argumento como componente esencial del diálogo se traslada de las relaciones habituales a las que se efectúan mediante las llamadas redes sociales, que se degradan hasta volverse, en estos casos, redes antisociales. Abro Facebook, la red social que suelo utilizar para procurar un contacto frecuente con unos dos mil individuos a quienes he incluido de manera formal como integrantes de la lista de mis amistades, así con algunos de ellos la relación haya sido esporádica y distante. Alguien propone un tema de discusión. Expone su opinión personal. Y es seguro que en pocos minutos tendrá una respuesta que, en caso de ser discordante, comenzará con la desconceptuación: “Tiene uno que ser muy estúpido para sostener semejante mentira en esta red social”.

Semejante frase introductoria anuncia no una discusión basada en las condiciones de la controversia civilizada, sino, cuando más, un alegato en el cual puede llegar el momento en que los dos contradictores, no, los dos contendores, pasarían a las vías de hecho si estuvieran viéndose y oyéndose en un mismo recinto y no separados por la informática y sólo visibles o audibles por medio de la pantalla del computador.

En cierta forma, Facebook y las demás redes sociales tienen esa ventaja, por qué no: La de mediar y evitar enfrentamientos cuerpo a cuerpo entre los opuestos. No digo que se atenúen el peso y los efectos de los insultos, pero al menos se garantiza que los dos rivales no van a volver la discusión un evento boxístico.

La ausencia de argumentos, el desdén por el buen uso de las posibilidades y potencialidades de la razón, son característicos de una sociedad en la cual se está demasiado lejos de alcanzar los mínimos indispensables para que haya una verdadera cultura de la discordancia. Hay miedo a discordar, porque no se ha adquirido ese hábito.

Una de las fallas más protuberantes de la educación que se imparte y se recibe en países como el nuestro consiste en que se opta por la línea de menor resistencia, que comporta la negación del derecho al uso de la razón. Habrá algunos programas de radio y televisión que propicien el debate, la discusión abierta, la polémica, pero escasean. Con enorme facilidad se pasa, incluso cuando participan interlocutores o ponentes ilustrados, de la razón a la sinrazón, de la discusión al alegato cargado de emociones.

Pero lo que sucede, como queda dicho, en las llamadas redes sociales, es entonces un espejo de lo que está pasando todos los días, en todos los momentos, en los entornos laboral, estudiantil y académico y familiar: La gente cada vez se aparta más de la razón y parece como si sintiera un sometimiento a la fuerza irresistible de la sinrazón. No obstante, sigo siendo un defensor convencido, así no sea convincente, del argumento como garantía de aproximación de los contrarios, de tolerancia y convivencia y de la bondad del diálogo que nos libra del enfrentamiento primitivo.


jueves, 7 de marzo de 2019

SÍ FALTAN MÁS COMUNICADORES

Editorial


Ha despertado como un viejo fantasma la idea falaz de que en este país sobran periodistas y comunicadores y deberían cerrarse las facultades que los forman.

Una célebre colega y los miembros de su equipo de trabajo en televisión afrontan ahora la incertidumbre del desempleo, al clausurarse el noticiero en el que actuaban.

El primer argumento que se le ocurrió para defender su proyecto y explicar los motivos de su repentina cesantía ha sido el de poner otra vez en cuestión la utilidad y la pertinencia de la profesionalización universitaria, porque a su modo de ver hay demasiados periodistas y salen mal preparados de las aulas.

Que haya abundancia de periodistas es una afirmación exagerada. Así haya numerosas facultades en el país, tal vez medio centenar, se concentran en las capitales y en las principales ciudades intermedias. De ellas egresan muchos nuevos profesionales cada semestre. Pero en una nación con más de mil municipios, con crecientes necesidades de comunicación pública y privada, en un proceso de apertura democrática e incremento de las expectativas de información y orientación, la demanda de comunicadores va en aumento.

No sólo de periodistas convencionales, ni sólo de capitales sino también de regiones y territorios fronterizos, y formados mediante criterios, métodos y contenidos que aseguran la integralidad de la profesión, que en términos sencillos significa la competencia para trabajar en periódicos y noticiarios tradicionales, y en medios y empresas muy diversos, de variados orígenes y direcciones y orientados hacia la multimedialidad y la convergencia, conforme con los criterios globales más avanzados en esta disciplina esencial de las ciencias sociales.

Además, la creación de empresas y medios independientes, que en forma progresiva están asegurando nuevas fuentes de financiación, refuerza la justificación de la demanda de nuevos comunicadores.

No se trata de una formulación ilusoria ni demasiado optimista. Demostrar que es verdad y que la comunicación seguirá siendo una profesión necesaria, con acreditación suficiente para obtener valoración social, es una conclusión compatible con los nuevos desarrollos consecuentes con la llamada Cuarta Revolución Industrial.

Por supuesto que para garantizar la validez de tales expectativas, es preciso que las facultades se actualicen, se pongan al ritmo de las realidades y necesidades de la sociedad y de las exigencias del desarrollo regional en el campo de la comunicación. Pero en este aspecto es comprobable que están trabajando.

Les bastaría a los críticos de la formación profesional con aproximarse al conocimiento de las ideas y las prácticas, los métodos, los planes de estudio, los propósitos y los objetivos actuales de facultades y universidades, para comprender que en el ámbito de la educación superior no ha habido descuido, ni negligencia, salvo algunas excepciones.

Universidades y facultades de comunicación son más pertinentes de lo que se imaginan algunos colegas despistados, que olvidaron dónde estudiaron, dónde adquirieron conocimientos, competencias y modos de pensar para trabajar en medios y empresas y cómo, con todo y su inmenso prestigio y su figuración fulgurante en la farándula periodística y comunicativa de la capital, necesitan una dosis mínima de modestia.