En la escena final de
la encantadora película Días de radio,
de Woody Allen, al concluir la celebración de la Nochevieja dice uno de los
protagonistas: “Me pregunto si las nuevas generaciones sabrán quiénes éramos”.
Para los jóvenes, la buena radio es una leyenda, un arcaísmo casi tan risible
como las palabras que han entrado en desuso porque hablan de tiempos antiguos.
El arquetipo de la producción radiofónica está representado en ese filme, de
mediados del decenio de los cuarentas y se prolongó por unos diez años, hasta
cuando el prodigio de la televisión empezó a competir con la fantasía sonora
transportada por las ondas hertzianas.
La radio era un potente
factor de atracción, un congregante familiar y social, una obra de arte
incomparable que exigía talento, cultura literaria y humanística, ética del
lenguaje, recursividad e histrionismo. Todos los oficios inherentes a la
producción eran exigentes, desde la fina capacidad auditiva del operador de
sonido, también llamado ingeniero de perillas o control, la dicción sencilla
pero elegante del locutor y la modulación acoplada al buen gusto, hasta el
poder de síntesis y el estilo redaccional impecables del redactor de noticias o
del guionista y libretista.
Nadie que esté del lado
del receptor alcanza a captar y comprender la complejidad de un programa de
radio, todo lo que se mueve, se gesticula, se acciona con la exigencia del
silencio detrás del micrófono y en la amigable cabina de locución. Los oyentes
ignoran que la aparente improvisación con que se emiten las voces ha sido el
resultado de una tarea seria y disciplinada de preparación que incluye el
cuidado de todos los detalles y una experiencia larga y fructífera.
Una de las pérdidas
deplorables de Medellín en cincuenta años ha sido la buena radio que en la
ciudad era ejemplar, tanto en los campos informativo y recreativo como en la
formación de una audiencia que entraba en contacto con la cultura universal en
las letras y las artes, en especial la música. Los melófilos de hoy nos
formamos en especial gracias a las audiciones de concierto de las emisoras
culturales de la Universidad de Antioquia y la Bolivariana y la Radio Nacional.
Los horarios de transmisión de las dos estaciones universitarias eran muy
limitados: Saludaban hacia las once de la mañana y emitían música hasta las dos
o tres de la tarde, para cerrar y reanudar emisiones a las seis de la tarde y
hasta la media noche.
En aquella época, la
emisora del Alma Mater funcionaba en el tercer piso del edificio de la
Biblioteca Central, en la esquina de Girardot con Ayacucho y tenía en los
estudios, al lado de la cabina de locución y la sala de control, un buen
auditorio con piano de cola, en el que se efectuaban algunas audiciones
musicales.
En aquel auditorio
ensayábamos los integrantes del Coro del Liceo Antioqueño, dirigido por el
maestro Gustavo Sierra Lotero. Sopranos, contraltos, tenores y bajos nos
organizábamos con disciplina y entusiasmo para la interpretación del Gaudeamus, el canto distintivo de la
vida universitaria, para entonar el himno de la Universidad o para alistar las
canciones que formaban el repertorio de nuestras presentaciones en público, por
lo general en el Paraninfo y en ceremonias tan elegantes como la de graduación
de la Escuela de Enfermería, o en las antiguas instalaciones de la Biblioteca
Pública Piloto, de la avenida La Playa. Mientras cantábamos El rey de la orquesta, En la punta de un
manzano y, por supuesto, el tradicional Adeste
fideles, no con podía evitar la distracción al mirar el silencioso
funcionamiento de la emisora a pocos metros de distancia, la entrada del
locutor al encenderse el letrero En el aire y el mínimo leguaje de señales con
el control de sonido.
Algunos años más tarde,
cuando estaba concluyendo el bachillerato, me envolvió en forma definitiva el
mundo de la radio. Con el condiscípulo Alberto León Gómez fundé el programa
Radar Liceísta, que meses más tarde se transformó en Ventana Estudiantil y
sostuve, en la misma Voz de la Universidad, Primera Emisora Cultural en
Colombia, durante unos diez años, mientras fui ejercitándome en otras funciones
propias de la vida radiofónica. Me tocó ser, en esa escuela de formación
profesional, locutor, control de sonido, programador de música selecta,
director del noticiero y coordinador general, en mi condición incomparable de
monitor del profesor y periodista José Jaramillo Alzate, quien dirigió la
emisora durante largos años y nos dejó hacer y deshacer, con paciencia y
tolerancia infinitas, a los estudiantes que asumíamos nuestros papeles con una
mística y una devoción sin límites.
Años después, al
concluir mi carrera de Comunicación Social y Periodismo en el Alma Mater,
comenzaría mi otra vida como profesor en la Universidad Pontificia Bolivariana,
en 1972, con la cátedra de Radio Periodismo y una actividad intensa con los
estudiantes en la HJDI, Emisora Cultural de la UPB, con la que seguiría
vinculado sin solución de continuidad. Lo que las emisoras culturales han
realizado como universidades del aire por el mejoramiento cualitativo de los
oyentes es de un valor inestimable. Se anticiparon medio siglo a las
estrategias de internacionalización universitaria. La sensibilidad musical, el
acercamiento del mundo a los hogares, la familiaridad con la vida y la obra de
los grandes maestros y ejecutantes de la armonía, han sido, junto con otras
modalidades de la producción radiofónica, obras de las emisoras culturales, que
en nuestro medio, en los tiempos de infancia, adolescencia y primera juventud,
en Medellín sólo eran las de las dos universidades más importantes, en
alternancia con la Radiodifusora Nacional de Colombia, que sostenía desde
Bogotá una exquisita programación.
El día de un
radioescucha constante duraba 48 horas, las 24 del horario convencional y las
otras 24 de la sintonía, como si la radio creara una vida paralela. Tanto, que
presumo que la simplicidad del campo colombiano se trastocó en el momento en
que los campesinos comenzaron a escuchar Radio Sutatenza en sus receptores de
frecuencia fija. Por supuesto que las escuelas radiofónicas influyeron de modo invaluable
en la instrucción y la educación de los hombres del agro, además de
descubrirles un mundo nuevo, distinto y complejo, que los periódicos, las
revistas y los libros apenas les habían insinuado con sus apariciones
esporádicas. La radio causó en el campo un efecto parecido, guardadas las
proporciones, al de la invención del fuego y la luz por los seres humanos
primitivos, del que trata Steiner en su profundo ensayo sobre La nostalgia del absoluto.
A un amistoso y
recordado compañero de clase en el Liceo Antioqueño le debo el conocimiento de
cómo funcionaba una emisora comercial en sus propios estudios. Alberto Muncker,
casi toda una vida residenciado en Alemania, donde emitía su voz al mundo desde
la Deutsche Welle como responsable de
los servicios informativos para América Latina, empezó trabajando en la vieja y
popular Radio Reloj como locutor y operador de sonido. Lo veíamos en plena
acción a través de la vidriera que separaba la cabina de control y locución de
la calle Maracaibo. Todos los transeúntes podíamos presenciar el espectáculo de
un hombre de radio en acción, escogiendo el corte adecuado en el disco de
acetato sobre el tornamesa, conectando el micrófono, dando la hora o leyendo el
servicio social. Más adelante, Hugo Alberto viajó a Bogotá, fue muy reconocido
en la lectura de noticias en RCN y en televisión en TV Sucesos A3, el noticiero
nocturno que dirigía el veterano periodista antioqueño Alberto Acosta Penagos y
todavía muy joven se fue para Alemania a trabajar en la gran emisora
internacional que transmite desde Colonia. Hace años estuvo de visita en
Medellín y Armenia, donde pensaba adquirir un terreno campestre. Pero entiendo
que, ya jubilado, decidió vivir en la placidez bucólica de la campiña francesa.
El colega de periodismo y abuelidad Óscar Domínguez ha seguido sosteniendo
correspondencia con Hugo Alberto.
¿Y cómo empezaba
entonces el día del radioescucha? Hablo sobre todo acerca de la diversidad de
opciones que encontraba en las ondas corta y larga, o local. El amanecer lo
saludaba en la gran mayoría de las emisoras un programa de canciones
colombianas. Fue así como aprendimos la letra y la música del amplio repertorio
de nuestro folclor musical. Era un alegre despertar con los duetos de Obdulio y
Julián, Espinosa y Bedoya, De Antaño, Garzón y Collazos y los Hermanos Martínez
o con el coro Cantares de Colombia, más las piezas instrumentales interpretadas
al órgano por los maestros Jaime Llano González y Manuel Jota Bernal. Y a las seis,
abrían el día las noticias. En Radiosucesos RCN arrancaba con la lectura de los
titulares la voz clásica de Luis García, años después locutor de La Voz de los
Estados Unidos de América, así como lo fue también el culto y versátil Baltasar
Botero Jaramillo. Hacia las seis y media empezaba en la novísima Radio Visión
el Radioperiódico Clarín, dirigido por Miguel Zapata Restrepo y locutado por
Iván Zapata Isaza, de una velocidad insuperable en la lectura de noticias, con
un timbre de voz fuerte y agradable. La segunda voz la hacía Diego Vargas
Escobar, quien acababa de llegar del Quindío en una promoción de juveniles hombres
de radio proveniente del Viejo Caldas y el Norte del Valle, en la que estaba
también el respetable comentarista deportivo Wbeimar Muñoz Ceballos.
Clarín irrumpía con
fuerza en el mundo de las noticias. Tenía un formato original, muy asociado con
el reporterismo callejero (Desde la
calle, en el inconfundible estilo de Clarín), con la crítica y el análisis
de los asuntos políticos locales y una patente influencia en las decisiones
políticas y administrativas de la ciudad y la región. El Breve concepto de Clarín, del Director, era un editorial que
incidía en la vida urbana, así como tenían notable acogida Clarín y el cine, de Humberto López y Clarín dice lo que otros callan, con un cierto acento retador y
competitivo. En Clarín hizo su primera escuela radial el consagrado periodista
César Pérez Berrío, como reportero de tiempo completo.
Hacia las 8 de la
mañana la programación de radio estaba dirigida sobre todo a las señoras. En
Caracol arrancaba La simpática escuelita
que dirige doña Rita, pero antes era normal escuchar una revista de crítica
humorística, La tapa (después fue El corcho), dirigida por el polifacético
Humberto Martínez Salcedo, muy célebre como El máistro Salustiano Tapias, de la
televisión. Eran los momentos en que las dos más potentes emisoras locales, la
Voz de Medellín y la Voz de Antioquia, entraban en cadena con las de Bogotá,
Nuevo Mundo y Nueva Granada. Y las locales de mayor tradición y mejor arraigo
en la audiencia, además de las ya dichas, eran Emisora Claridad, Radio
Nutibara, Ecos de la Montaña, Radio Libertad y la Voz del Triunfo, cada una
especializada en un tipo de programación, noticiosa, musical o de concurso,
pero con énfasis en la atención de la familia. Aparte menciono La Voz de las
Américas, de José Nicholls Vallejo, muy definida en su orientación hacia la
gente del campo, con su Guasquilandia,
su Mexicaneando y el muy tradicional
programa de villancicos, que anticipaba la Navidad para fines de octubre, antes
de que la adelantara el comercio.
Había deliberación
sobre los objetivos de la radio. Programar no consistía sólo en armar la torta
de emisiones musicales sin ton ni son. Aunque eran escasas e incipientes las
encuestas de preferencias, los directores y realizadores de la radio de
entonces tenían una fina capacidad de percepción sobre los gustos de los
oyentes y acertaban en la elección de las audiciones y la formación de equipos
competentes de locutores y radioactores. Uno de tales grupos hizo escuela, en
Radio Nutibara, dirigida por Jaime García Lobo, donde eran de rutina los
dramatizados, como El mundo sigue girando,
que se emitía hacia el meridiano.
El radioteatro tuvo su
época de esplendor en aquel entonces. Una empresa líder en ese campo fue
Radioprogramas América, desde donde se producían series inolvidables como las aventuras de Milton el Audaz, por La
Voz de Medellín. En esas producciones participaban Marco F. Eusse, Carlos Mejía
Saldarriaga y otros personajes estelares de la radio que protagonizaban,
además, el ejercicio de ilusionismo que nos creaba a los oyentes las siluetas,
las figuras humanas y las imágenes que podían contradecir las originales,
gracias a la magia de la voz.
Las voces femeninas
eran seductoras. No siempre correspondían a la realidad. Incluso en buena parte
de las ocasiones las damas que las emitían carecían de atractivos físicos, no
despertaban ni la más mínima atracción cuando las veíamos actuando en el
escenario del radioteatro de RCN, o en el de Caracol. Conocerlas en vivo y en
directo causaba por lo general una gran decepción: ¿Con que esa era la mujer
embrujadora que nos hablaba todas las tardes, la que encarnaba los papeles de
princesa, de pretendida por los galanes de la radionovela?
Hubo una serie
deliciosa, en los mismos años de El
capitán Silver y su goleta Lobo del Mar, y era Los tres Villalobos, adaptada en el ámbito local de una producción
cubana. Es una obra que hoy en día está en el olvido, pero que he evocado y he
localizado además en la red y que marcó entre los decenios del cuarenta y el
cincuenta el momento de transición del texto impreso a la versión radiofónica y
más adelante a la cinematográfica. Los
tres Villalobos fue un símbolo del relato de aventuras, gracias a la
creación del autor cubano Armando Couto. Al principio circuló en folletines, es
decir en publicaciones en serie, así como en revistas. Muy pronto se transfirió
al lenguaje de la radio e inauguró una época dorada de las radionovelas,
primero en Cuba y después en varios países hispanoamericanos, entre ellos,
claro está, el nuestro.
Fue a mediados de los
cincuentas cuando llegaron Los tres
Villalobos a la radio colombiana, en particular a La Voz de Medellín, de
RCN, mediante la versión producida por el elenco de radioactores de aquella
emisora. Miguelón, Rodolfo y Machito, los tres hermanos Villalobos, eran unos
justicieros que se jugaban la vida en la persecución de bandidos y asaltantes
de caminos. Entre esta novela trasladada a la radio y Dick Turpin, Robin Hood,
el Curro Jiménez español y otras de vaqueros aguerridos de distintas épocas hay
notorias similitudes. También a mediados de los cincuentas se rodó en México la
película (que incluso puede verse completa en internet) y fue en los momentos
estelares de la televisión cuando la obra se difundió en serie por la pantalla
chica. Los escenarios de las aventuras de los hermanos Villalobos fueron al
comienzo en Cuba (en tiempos de desalojo de los campesinos durante la
dominación colonial norteamericana), pero bien pueden considerarse como no lugares, es decir esos espacios
indefinibles donde discurren historias que tienen un toque universal y pueden
asociarse con las tierras del Lejano Oeste.
En la recordada serie
radial, los tres personajes potenciaban el atractivo de la voz, hasta el punto
de que el radioescucha se imaginaba que los tres actores eran individuos
fornidos y de elevada estatura, cuando en realidad los locutores que los
representaban eran, por casualidad, de estatura menos que mediana, como lo
descubrí en una ocasión en que alcancé a visitar los estudios de grabación de
la serie y vi a los protagonistas en acción.
La radio tenía en aquel
entonces el poder mágico, la capacidad de sugestionar de tal modo que el oyente
se sentía viendo una película o siguiendo episodios de la vida real: Tales eran
el verismo, el patetismo y la capacidad de crear imágenes con palabras, con el
recurso de los efectos sonoros. Era la radio comercial de ahora tiempos, la que
seguiremos extrañando como una historia que se transformó en leyenda. Más
todavía, aunque la película resultó entretenida, nunca será superior a la serie
radiofónica. Era magistral, por el lenguaje, por la narración, por el suspenso
que sostenía la serie, de sólo treinta minutos diarios a las dos y media de la
tarde y, claro está, por la capacidad de guionistas, actores y realizadores, de
mantener al oyente en tensión y atento a un prodigio sonoro que lo transportaba
a otras dimensiones. La aventura de la novela se vivió también en la radio, en
aquella época en la cual las ondas hertzianas eran el medio de difusión de
contenidos de verdadera calidad en materias de información y entretenimiento. Los tres Villalobos fue una novela de
aventuras que impulsó la buena radio de hace más de cinco decenios.
La radio en las noches
era una invitación a la vigilia divertida. En los días hábiles de la semana,
hacia las ocho no podía uno dejar de escuchar los episodios intrigantes de Las
aventuras del famoso detective chino Chan Li Po. El suspenso era la palabra
clave. El fondo sonoro y los efectos especiales acentuaban la expectativa de
cada oyente. La astucia y la capacidad deductiva del investigador se combinaban
en una presentación que parecía de película. Radio Visión, en sus primeras
emisiones, se apuntó un éxito notable con semejante dramatizado, modelo de
estupenda producción radiofónica. Tan cuidadosos como las investigaciones eran
los parlamentos, la actuación y el respaldo musical. Era una obra de arte de la
radio policíaca.
Era el radioteatro de
alta calidad. Y la pauta en esta materia la marcaban las realizaciones dominicales,
por RCN, del Teatro de Marina Ughetti, una dama española dueña de hermosa voz y
sensibilidad artística excepcional, que formó un equipo excelente para emitir
cada sábado las versiones radiales de obras de renombre del teatro universal.
Gracias a estas audiciones nos llegaron no pocas obras de Alejandro Casona y
Enrique Ibsen, que recuerde ahora pasado más de medio siglo. La familia se
reunía en torno del receptor a gozar o padecer los momentos revividos por los
radioactores en representaciones impecables, grabadas y editadas, como pude
apreciarlo muchos años después, en un sencillo estudio de la Voz de Medellín en
el cual los intérpretes se turnaban el paso al micrófono para decir sus
parlamentos, mientras el control escogía los discos de efectos de motor de
automóvil, tormenta, ruidos del bosque, gente bulliciosa y muchas otras ayudas
acústicas, que, si no estaban grabadas eran simuladas en el mismo estudio por
un experto en sacarle al micrófono el trote de un caballo, el golpeteo de una
puerta y los demás sonidos y ruidos de ambiente que le infundían realismo a la
obra.
Las plantas físicas de
las emisoras, para que fueran completas, debían tener un radioteatro, que debía
colmarse de público en las tardes o las noches, de acuerdo con la programación
que se emitía en vivo y en directo o que se grababa con alguna anticipación.
Todavía éramos niños cuando en el radioteatro de Emisora Claridad, situado en
el crucero de la avenida de La República y la carrera Cúcuta, presenciábamos en
la tarde de cada sábado el especial del programa infantil que dirigía el Tío
Pepe, un conocido locutor llamado Antonio González Aguirre. Asistíamos niños de
San Benito y sus contornos. Unos cantaban, otros contaban algún chiste y unos
cuantos recitábamos un poema sencillo como La
paloma torcaz o La abeja. En los
intervalos de comerciales nos tocaba complementar la promoción del animador,
que decía: Peinol, el fijador moderno…
y todos debíamos gritar: ¡Que peina
mejor! – así apenas alcanzáramos a imaginarnos qué era un fijador. De cada
audición salíamos con los bolsillos llenos de chicles y confites que nos
habíamos ganado por nuestra participación o por nuestros aplausos.
Y los mejores
radioteatros eran los de la Voz de Medellín y la Voz de Antioquia. Se llenaban
noche tras noche de espectadores que iban a conocer, admirar y aplaudir a
grandes artistas de fama internacional. Cantantes colombianos como Carlos Julio
Ramírez, Víctor Hugo Ayala, Alba del Castillo, Lucho Ramírez, Los tolimenses,
ampliaron su prestigio en los radioteatros. Por Medellín pasaba el meridiano de
la radio artística. Y cada emisora de respeto contaba con su propia orquesta,
dirigida por maestros de jerarquía, como Pietro Mascheroni en RCN. No pocos
cantantes comenzaron como concursantes en programas como La hora Noel del aficionado, que animaba Carlos Mejía Saldarriaga
con su voz potente y elegante. Concursos como El peso Fabricato y Coltejer toca a su puerta aseguraban el
respaldo a la radio por las mayores empresas industriales de la ciudad de
entonces. Y en materia de concursos no faltaba el fomento del saber, en Los catedráticos informan, donde la
erudición estaba representada por el profesor catalán Juan de Garganta, el
historiador Joaquín Pérez Villa y el versátil periodista y políglota Antonio
Panesso Robledo, profesores de la Universidad de Antioquia y dueños de memoria
prodigiosa y cultura general sorprendente. Pocos años más tarde fue muy
popular, en Radio Sinfonía, que reemplazó a Radio Libertad, el programa Gánese el punto, que se emitía a las
once de la mañana y las ocho de la noche y en el que participamos de modo
constante como concursantes y mis hermanos y yo logramos ganar algunos premios
que nos entregaban los dos animadores, Gustavo Barreto y Jimmy Álvaro Vega, en
los estudios de la emisora, una cuadra arriba del parque de Bolívar, sobre la
carrera Sucre.
Los estímulos a los
oyentes eran señuelos de estaciones como Radio Nutibara, que llamaban a las
casas para chequear la sintonía. Había que responder qué programas se
escuchaban con más asiduidad. El premio, que se reclamaba en el edificio
Cárdenas, o del Portacomidas, frente a la plazuela Nutibara, era un disco de 78
revoluciones por minuto, prensado por producciones Silver y Peerless. Reunimos
varios, que sólo pudimos escuchar en casa años más tarde, cuando tuvimos tocadiscos
y radiola, elementos de lujo en los hogares, tan escasos como los televisores,
que eran todavía exóticos en el vecindario. El receptor de radio no había sido
destronado a mediados de los cincuentas. Era el rey sonoro de la familia,
instalado en la mejor esquina de la sala.
Los oyentes de tiempo
completo, que aprendimos a ser noctívagos con un receptor de radio encendido
hasta el amanecer, no podíamos perdernos a la media noche el programa Los fantasmas se divierten a la hora de las
brujas, presentado por un locutor imaginativo y simpático, el argentino
Humberto Vílchez Vera, padre de dos mujeres que han ganado merecido prestigio
en la televisión regional, Olga y Lucero Vílchez. Vílchez Vera comenzó en Radio
Libertad y siguió en otras emisoras locales. Hablaba de espantos, de noticias
frescas, de anécdotas y de música y canciones. Nos tocó estrenar con él los
primeros receptores de transistor que llegaron a Medellín. Eran rarezas que
además resultaban demasiado costosos, no por el precio de compra sino porque
gastaban las pilas en pocas horas. La gran ventaja de estos pequeños artefactos
consistía en que podían conectárseles audífonos y no perturbaban el sueño del
resto de la familia.
No debo decir nombres
propios, por elemental consideración de respeto a las aludidas, pero es verdad otra
vez que la presencia corporal no se compadecía con el encanto de la voz en
muchas de las mujeres de la radio. Tal vez en su novela El embrujo del micrófono lo hacía notar así una talentosa escritora
y guionista, Magda Moreno, nacida en el mismo pueblo, Santo Domingo, de Tomás
Carrasquilla y Francisco de Paula Rendón. A lo largo de mi paso por la radio me
acostumbré a esa penosa realidad: El concepto de belleza se relativiza al
descubrir la contradicción entre la presencia oral que nos llega a los
receptores y la presencia tal cual de las locutoras, de casi todas, porque he
conocido excepciones primorosas. La radiodifusión, en aquel entonces, sí que
mejoraba a los seres humanos. A los oyentes, porque ayudaba a la educación y la
cultura, la apreciación estética, la formación del buen gusto, al
entretenimiento felicitario. Y a los hacedores de la radio, porque embellecía
de modo asombroso a las feas y les ayudaba a conservar oculta la fealdad como
una suerte de secreto.
La radio, en esa
faceta, era en aquella Edad de Oro una fantasía, una hermosa ilusión, una
especie de mentira piadosa, una embrujadora vida paralela, que, ante todo,
exaltaba la voz como una de las cualidades primordiales del ser humano. Medio
siglo después, en cambio, la radio dejaría de ofrecer innovaciones cautivantes.
Sus protagonistas llegarían a ser conocidos por la televisión, el streamming y la señal en internet, en
Youtube o en las redes sociales, o por las fotografías de periódicos y
revistas. Con el paso del tiempo tenía que esfumarse aquel engaño encantador de
los mejores tiempos. Esas voces, aquellas voces, “se alejan cada vez más, se
alejan...” como termina la película Días
de Radio.